
Misántropo es quien odia a la humanidad. Este es el tema de este policial psico-político que nos plantea un dilema ético en torno al uso de la violencia y al poder del odio en cuanto emoción que puede, por un lado, ser destructiva y “sin sentido” o, por el otro, transformadora y constructiva de un mundo más justo.
Nuestra moral judeo-cristiana nos ha enseñado a reprimirlo o llevarlo contra nosotros mismos. Como sostiene uno de los mandatos propios de la doctrina religiosa más extendida en occidente: “amarás a tus enemigos”. Este postulado es intrincado ya que nos plantea una contradicción: ¿Cómo puedo amar a aquello que me vulnera? ¿No soy una buena persona si siento odio? ¿Es mi deber poner la otra mejilla? ¿Cómo puedo ir en contra de lo que siento? ¿Son héroes morales quienes pueden negar sus emociones?
Hay varias vías por las cuales este sentimiento se canaliza y esta película lo ilustra claramente, al menos, de tres formas contrapuestas para dar cuenta de la posible resolución de un conflicto propio, y, a su vez, con el entorno. Por un lado, el odio que siente el misántropo por los males que recibió durante su vida no termina derivando en contra de quienes se lo han hecho, sino que se vuelve indiscriminado y toma a la humanidad en su conjunto como objeto sobre el cual descargarse. Es un tanto llamativo que se narre la historia particular del sujeto como génesis del personaje, pero este tema quedará como interrogante acerca de la tesis del film. ¿Fue la sociedad quien lo produjo? ¿O sus infortunios particulares?

Según entiendo, este personaje o más bien, abstracción de hechos sociales hechos personaje, es un síntoma más de los tantos que suceden en los Estados Unidos. Si fuera un caso aislado no podríamos extraer conclusiones válidas para pensarlo como un síntoma socio-político, pero dado que es algo que se repite sistemáticamente se puede derivar que es un producto de una lógica inherente a una sociedad atravesada por un sistema económico y político que otorga un lugar preponderante a su ethos guerrero y al uso de las armas como un cuasi mandato para la propia defensa en pleno apogeo de la sociedad de consumo. Para pensar este tema recomiendo la ya citada infinidad de veces “Bowling for Columbine” que trabaja sobre el caso de unos adolescentes que efectuaron una masacre en su propia escuela, en un apacible pueblo de provincia de los Estados Unidos donde a través de las entrevistas a los pobladores en situaciones particularmente llamativas se nos muestra un sentido común propio de la población perturbadoramente normal y de buena conciencia. También para continuar el desarrollo de este problema es interesante el cruce con la teoría de Rita Segato acerca de la violencia estructural del patriarcado, que, luego de sus investigaciones antropológicas y estudios de campo en Latinoamérica encuentra una lógica de la violencia que aparece ilustrada en su ensayo sobre los femicidios de Ciudad Juárez. Logra articular en una denominación común a estos actos siniestros que eran presentados por la prensa como casos aislados de violencia doméstica como acto de reafirmación de un entramado simbólico más profundo que la lleva a catalogarlos como “Violencia expresiva”, moralizante y disciplinadora de los cuerpos dóciles de las mujeres. En este sentido, el odio contra la humanidad toda aparece en sintonía a la condición de mujer presente en los asesinatos: no se mata a un particular como un acto de justicia reparadora por una acción determinada, sino que se descarga la violencia contra una un entramado superior y abstracto que excede la historia particular de la(s) víctima(s).
Esta violencia lo único que funda es el caos. Si pensamos en el poder fundador de la violencia en las revoluciones, se nos aparece de un modo distinto. Es una violencia dirigida y necesaria para que el esclavo rompa sus cadenas y genere el progreso histórico que se propuso la modernidad: una sociedad justa basada en los principios racionales. Como sostiene el psicoanálisis, la pulsión puede encontrar distintos objetos en su dirección, es decir; el odio puede generar productos culturales o metáforas en una sublimación, o bien, puede buscar descargarse de manera directa en la escenificación como un acting out que es la salida misantrópica. Hacer daño a los otros es el límite ético.

Quién está a cargo de poner el límite es una policía que empatiza con el asesino y lo comprende ya que ella misma siente ese odio contra la humanidad, pero, lo ha canalizado como un autocastigo a través de las drogas. Esta sería la otra vía, la de llevar el odio contra sí mismo. De un modo u otro, el poder se sigue imponiendo en ambos sujetos porque nada es motor de cambio social ya que siempre genera pura destrucción en un sentido literal e irreflexivo. Es así, que la investigadora comienza a urdir la trama de la psicología del tirador cuando es comprendida por el detective a cargo que oficia a la manera de padre en el camino de nuestra heroína. Y mediante la confianza en ella, y una clara visión, logra llegar al punto en cuestión y le aconseja usar la bronca para hacer justicia. Es decir, poner fuera lo que lleva contra sí.
Ahora bien, cabría juzgar al film por su postura ante esto. ¿Cómo construye al tirador? ¿Lo particulariza, aislándolo de la problemática social? ¿Lo privatiza, elaborando su historia desde un conflicto familiar? ¿O mira a su familia como un producto más de una sociedad profundamente enferma? ¿Propone un héroe como salida mesiánica o nos interpela con la necesidad de tomar cartas en el asunto desde una perspectiva social, grupal, o estatal? ¿Somos parte del problema? ¿Podemos hacer algo al respecto para detener la violencia estructural del sistema? Dejo estas preguntas al espectador.