
Subacuática sumerge al teatro —literalmente— en uno de los espacios más inusuales y simbólicamente cargados que se puedan imaginar: una pileta de natación.
La humedad en el aire, las gotas que caen como memorias, el eco de voces lejanas: nada de eso está decorado. Todo forma parte del corazón dramático de una obra que desafía los límites escénicos y emocionales, invitando al público a una experiencia tan íntima como universal. Todo es cuerpo, todo es emoción. Todo es agua.
Pablo nada. Pero no entrena: sobrevive. Joaquín Berthold lo encarna con una verdad que cala hondo. Hace cuatro años perdió a Mariela, su compañera, en el parto de su hija. Desde entonces, cada brazada es un duelo, cada silencio un abismo.
El trabajo de Berthold es sencillamente conmovedor. No actúa el dolor: lo respira. Cada gesto, cada pausa, cada palabra —o cada palabra suspendida en el aire húmedo— construyen a un hombre quebrado que, sin embargo, intenta reconstruirse. La delicadeza con la que se mueve en el agua, como si incluso allí el duelo lo pesara, nos toca profundamente. En esa media hora que se permite para nadar, se abre una grieta en su cuerpo contenido, y por ella irrumpen la memoria, el amor, la herida.
En ese rato suspendido entre el afuera y el adentro, el amor se vuelve marea. La memoria lo alcanza, lo abraza, lo empuja. Aparece Mariela. No como fantasma, sino como latido. Anahí Gadda la vuelve luz y herida, ternura suspendida, palabra que aún vibra en el cuerpo del otro. Con una mirada o un gesto, transmite el amor incondicional que todavía la une a Pablo. Su interpretación es luminosa y dolorosa a la vez.
Maricel Santin, como la hermana que acompaña sin pedir nada, ofrece una calma que abriga. Está. Simplemente está. Y ese estar es amor. Y es fuerza. Su personaje nos recuerda que el amor también habita lo cotidiano, en la presencia contenedora y constante.
El agua atraviesa todo como símbolo y como materia. Es fluidez, vida, memoria. Pero también es riesgo, peso, resistencia. En esta obra, el agua no es solo entorno: es lenguaje. Es espejo del alma, espacio donde las emociones se expanden. La pileta se transforma en un escenario único y conmovedor, donde los cuerpos y las palabras adquieren otra densidad, otro ritmo, otra poética.
Subacuática no es solo una obra sobre el duelo. Es una pieza profundamente humana que habla de la maternidad, la paternidad, las pérdidas que nos marcan, la necesidad de sostenerse aun cuando no se puede hacer pie. Habla del amor y de la resiliencia. Y lo hace con una sensibilidad extraordinaria, donde cada elemento suma y cada actor entrega verdad.
Una mención especial merece el vínculo con Alejandra, interpretada por Juana Viale: una mujer desbordada por su propia maternidad. Viale logra encarnar una maternidad honesta, imperfecta, real. Su actuación conmueve por su verdad cruda. Vibra, respira, nos abraza desde lo más hondo. Ese vínculo —tan inesperado como necesario— resulta sanador para ambos. Es ahí, en esa humanidad compartida, donde Pablo comienza a vislumbrar la posibilidad de soltar. De dejar ir a Mariela. No desde el olvido, sino desde el amor que se transforma. Alejandra le abre una pregunta esencial: ¿cómo se sigue?
En esa pregunta —sin respuestas fáciles— se condensa la potencia de esta propuesta. Una obra que no busca dar certezas, sino invitar a bucear en lo más hondo.
El agua lo dice todo: fluye, pesa, ahoga, limpia, recuerda. En Subacuática, el agua no es fondo. Es voz. Es poesía. Es el cuerpo que intenta respirar cuando ya no queda aire.
Con dirección minuciosa y creativa de Luciano Cáceres y Fernanda Ribeiz, que apuesta por lo sensorial, lo corporal y lo emocional en estado puro, esta obra es un hallazgo.
Un poema sumergido.
Una caricia que arde.
Una ola que nos toca el alma.
Una experiencia teatral donde el dolor flota, el amor persiste y la esperanza busca respirar
FICHA TÉCNICO ARTÍSTICA
Joaquin Berthold, Anahí Gadda, Maricel Santin, Juana Viale
Luciano Cáceres, Fernanda Ribeiz
Duración: 55 minutos

