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EL JUEGO DEL CALAMAR – La integridad en jaque – (en Netflix) – Por Lic. Manuel Larrabure

«En condiciones de absoluta libertad, donde no hay poder común que mantenga a todos a raya, los hombres viven sin seguridad y en continuo temor a una muerte violenta», escribió Hobbes en el Leviatán. Pero no hay justicia posible sin Ley, ni humanidad posible sin justicia.

En El juego del calamar, el mundo ha dejado de ser mundo: es un experimento cerrado donde la única norma es la eliminación del otro. Hobbes habría visto allí la figura más clara del estado de naturaleza: hombres convertidos en amenaza para otros hombres. Sin leyes, sin pactos, sin mediación, solo queda la supervivencia a cualquier costo.

La serie coreana, brutal y fascinante, es una prueba despiadada no solo para el cuerpo, sino para el alma. Arrastra a los personajes a un umbral donde la psicología, la ética y la condición humana se desnudan a plena luz. En medio de ese espectáculo de derrumbe, uno resiste. No es el más fuerte, ni el más astuto, ni el más rápido. Es, simplemente, alguien que no quiere traicionarse. No quiere dejar de ser quien es.

Allí donde la desesperación lo justifica todo, hay uno que se niega a vender su ternura, su memoria, sus valores. ¿Qué es esa obstinación? ¿Locura? ¿Coraje? ¿Inocencia? ¿Estupidez? ¿O el último hilo con el que se sostiene la idea de ser humano?

Frente a este mercado de horrores, el protagonista de El juego del calamar decide no ceder. Su lucha no es contra el sistema, sino contra el olvido de sí mismo. Mientras todo lo demás se desmorona, él intenta recordar: quién era, a quién amaba, qué le prometió a su hija. Su resistencia no es política ni religiosa, es íntima. Es ética y es afectiva. 

Pero ¿qué es la integridad? ¿Un código moral? ¿Una forma de coherencia? ¿O tal vez una resistencia íntima al mundo cuando el mundo ha dejado de ser habitable? Hobbes habló del miedo como motor del pacto social, pero lo que sostiene al protagonista no es el miedo, sino un llamado de sí mismo: un sentimiento de justicia y de empatía con sus semejantes, el rapto de Atenea. La integridad no es entonces solo ética: es también memoria, pertenencia, y en última instancia, humanidad.

Esta figura del hombre arrojado a un espacio sin ley, sin derechos, recuerda la condición descrita por Giorgio Agamben en su concepto de Homo Sacer: aquel que puede ser asesinado sin que su muerte sea considerada un crimen. El juego, con su lógica perversa, transforma a los participantes en vidas desnudas, despojadas de todo valor salvo su utilidad como entretenimiento y goce del otro, (del tirano perverso y espectador, al que paradójicamente, se someten “voluntariamente”). En ese contexto, conservar la integridad es anidar algo más que la dignidad: es defender la posibilidad misma de ser persona.

Por eso El juego del calamar dialoga con obras como Parasite, Tokyo-Ga o Perfect Days. En todas ellas, el individuo se encuentra desgarrado por un sistema que lo arrastra hacia lo impropio, hacia una existencia funcional pero vacía. Ya no se trata de resistir políticamente, sino existencialmente: resistir sin convertirse en engranaje, sin perder el sí mismo. Como en La vida es bella, la lógica de encierro y exterminio simbólico se enfrenta a la imaginación, la ternura, la lealtad silenciosa.

Y quizás eso sea lo que El juego del calamar pone en juego con más crudeza: la integridad no como una virtud abstracta, sino como una lucha encarnada. Una elección propia (lejos de la ruidosa política) frente al espectáculo del derrumbe. En un sistema que empuja al sacrificio del otro para sobrevivir, la integridad aparece como una forma de morir distinto, o mejor aún, de vivir distinto. Aunque sea en soledad. Aunque no se gane el juego. Como Sócrates enseñó, el cuidado de sí mismo es una forma de la coherencia. Y la filosofía es, en última instancia, una preparación para la muerte. Morir bien, morir a tiempo.

Y en esa negativa —tan sutil como obstinada— reside una revolución más honda que la violencia: no convertirse en lo que el sistema necesita que seas para seguir funcionando. No traicionarse a sí mismo.

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