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“El viento en un violín” de Claudio Tolcachir por la Dra. Raquel Tesone

“El viento en un violín” de Claudio Tolcachir – Por Dra. Raquel Tesone

 

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Por Raquel Tesone | Fotografía por Giampaolo Samá

 

El alma, que da vida a los personajes, se condensa en el título de esta obra. Como en el funcionamiento del violín, Tolcachir hace reverberar dentro de la sala, el alma de esta obra: el amor.

En el violín, se denomina «alma» a una barrita de madera situada entre las tapas que permite soportar la gran tensión de sus cuerdas y comunica las vibraciones a la caja de resonancia para que se amplifique el sonido. El amor en esta pieza, se “respira”, y une los lazos familiares. Por esto, aunque sus cuerdas se tensen, sin embargo, no se cortan. Un amor que a veces no deja el paso del aire y sofoca, como el de la familia de clase acomodada, cuya madre es sobreprotectora y castradora. Su amor por su hijo Darío, lo asfixia, y por momentos él se deja destruir. Aparece el amor de otra familia de clase baja, la empleada doméstica que trabaja en la casa de Darío, Allí se permite que el aire fluya hasta convertirse en viento y canción de una madre que envuelve y acompaña a su hija llamada Celeste. Dos tipos de madres diferentes, dos mujeres que luchan criando a sus hijos solas, alimentando, apoyando y sosteniendo a sus respectivos hijos, cada una a su manera y desde la absoluta soledad, se arreglan como pueden.

Como en todas las familias, los personajes dicen tanto a partir del texto como del subtexto, aquello que no se dicen. Lo que calla la madre de Darío, develando su secreto de manera casi ingenua y naturalizada al psicólogo de su hijo, es parte del enigma de la obra. Aquí aparece una revelación, aquello que la madre le proyecta a Darío, un  sentimiento de culpabilidad que estaba oculto y proyectado en él. El aire juega un papel importante, signa la impronta de la relación entre esa madre que siente el estigma de su hijo desde su nacimiento.

El rol del psicólogo aquí sirve para cuestionar a aquellos que no saben que quienes saben son los que nos consultan, y que son quienes merecen nuestro reconocimiento como psicoanalistas. Tal como lo hizo Winnicott en la dedicatoria de su libro “Realidad y Juego”: “a mis pacientes que me pagaron por enseñarme”; ya que los analistas contamos además de nuestra formación, con el privilegio que nos da la experiencia de poder aprender en cada una de las sesiones con nuestros analizandos. Quizás por quedar fijado al lugar de supuesto saber, el psicólogo no supo escuchar la demanda de Darío, cuando le propone trabajar para él y ser él quién supervise a sus pacientes como trueque para seguir analizándose. Esta demanda es una demanda de amor. Es demanda de un padre que le posibilite la separación con su madre, la verdadera separación, la del corte del cordón invisible (¿invencible?) que lo une a su madre. Es la ley del padre que permite el acceso al campo social y al trabajo como una puerta al mundo. El psicólogo representa, en este caso, la función paterna desfalleciente en las familias actuales al estar ubicado en el lugar de un padre que la madre ni nombra. Es un padre ausente o fagocitado por una madre que hace sola todo lo que puede… y lo que no puede. Una madre que por amor hace todo por y en lugar de su hijo, hasta pactar con el psicólogo, manipulándolo y dejándolo impotente. ¡Impecable crítica al posicionamiento ético del analista y a la vez, a la problemática de la función paterna a nivel social!

Una vez que el psicólogo queda fuera de escena, se desarrolla otra conflictiva diferente entre la madre y el sentido de su vida, y el mandato de que Darío debe “ser feliz” para hacerla feliz. La misión de Darío consistía en dar sentido a la vida de su madre (como si esto fuera posible…), en lugar de buscar él mismo, el sentido de su propia vida. Esta suerte de desmadre, pese y por el dolor, provoca finalmente el corte del cordón que mantenía sin oxígeno a Darío. Como decimos los psicoanalistas, no es sin dolor que se puede crecer.

La familia de clase social baja se va a enlazar con la historia de la familia de Darío. Aquí tenemos a una madre, la empleada doméstica y su hija. Tampoco hay padre. En esta familia el aire es parte de un juego amoroso entre la hija y su novia. Ambas retienen el aire y juegan a esperar quién lo aguanta más. Metáfora de lo que se guarda dentro y de lo que se quiere largar en el afuera. Ellas logran exhalar y transformar el aire en el viento necesario para hacer funcionar y construir otro tipo de familia. La aceptación de la madre de la elección sexual de su hija Celeste, es fundante. Una madre, que por un lado se deja denigrar como si fuera la esclava de la madre de Darío, y que por otro, sabe que su sacrificio tiene como finalidad alimentar y sostener a su hija para que ocupe un lugar valorizado. Y es esta familia que permite a Darío encontrarse y hacerse cargo de sí mismo, pudiendo dar su amor a otros.

Así como el alma del violín se encuentra en el interior de la caja, los actores expresan magistralmente en sus interpretaciones, lo que se genera en el mundo interno y en el alma de estos personajes. Un gran desafío actoral y de dirección para el mismo elenco de “La omisión de la familia Coleman”; algunos de los actores en los mismos papeles, pero con caracterizaciones muy distintas.

La familia parece ser para Tolcachir una metáfora de lo social, es la célula donde se engendran los síntomas, las ambigüedades y las paradojas de un sistema disfuncional que nos pone en riesgo de alienación sino logramos trascenderlo. El “Viento en un violín”, nos abre a este cuestionamiento, nos hace reflexionar y nos reconforta. El lugar del amor aparece como la verdadera salvación del sufrimiento humano y como aquello que puede quebrar la connivencia con lo disfuncional de nuestra sociedad. Y es gracias al amor que esta familia puede reinventarse al margen de lo establecido, permitiendo que las diversas voces de sus integrantes, formen una nueva melodía.

Por todo esto, y por la modalidad de dirección de los actores, el alma de Tolcachir marca vanguardia en el arte teatral.

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