
Fui a buscar descanso a la Isla del Tigre, ese rincón donde el río murmura antiguos secretos y el tiempo se despereza como mi gata al sol. Iba con la intención de relajarme, de desconectar. Pero, como suele suceder cuando una le deja la puerta entreabierta al misterio, lo verdaderamente transformador se coló por una rendija.
Me encontré a mí misma en los ojos serenos de una niña desconocida… y, sin embargo, tan familiar. Como si de algún modo ya la conociera desde siempre.
Se acercó al verme leyendo un libro que tenía pendiente hace tiempo: Nuestro inolvidable Ernesto Bianco, ese regalo precioso de Ingrid Pelicori que me acompaña desde mi mesa de luz como un faro que alumbra incluso cuando no se lo abre. En la isla, por fin, lo saqué de la mochila. Y se convirtió en una de las revelaciones del viaje. (Ya estoy craneando la reseña…)
Pero hoy quiero hablar de ella: Constanza. Diez años. Me dijo:
—Me encanta leer.
Y enseguida, con una sonrisa luminosa, agregó:
—Me dicen loca.
Lo dijo como quien recibe una condecoración que la hace aún más auténtica. No mira televisión, no tiene redes. A los nueve, mientras acompañaba a su mamá —una enfermera que cuida a un niño con dificultades motrices— descubrió los libros. Desde entonces, no paró. Novelas de terror, filosofía griega, mundos abiertos como portales encantados.
¿Querés escuchar cómo lo cuenta ella? Dale play.
https://www.youtube.com/shorts/93MrbNI6X-A
Algo en su manera de hablar me atravesó. Yo también fui esa niña. En la casa de mi abuela, me escabullía a la pieza de mi tío y devoraba libros como si fueran espejos hechizados escritos solo para mí. Demian, Siddharta, El lobo estepario, Un mundo feliz… Y a los trece, Freud. Con él, la certeza: iba a ser psicóloga. Y empecé a escribir. A resumir las obras completas artículo por artículo, como quien juega al ajedrez con el Inconsciente. Gozoso. Obsesivo. Feliz.
https://www.youtube.com/shorts/62si9xFhGBk
Constanza ya escribió dos novelas de terror: El circo y La vida infinita. Lo dice con la misma naturalidad con la que otros dicen que jugaron a la rayuela. Libertad en estado puro. Le pregunté qué quería ser cuando creciera. Me miró firme y me desarmó esa claridad brillante que solo tienen las almas sabias en cuerpos pequeños:
—Quiero ser yo. Crear mis propios pensamientos. Quiero ser yo y solo yo.
Y ahí… algo se quebró. O se unió. Porque yo también era así. Y lo sigo siendo. Esa niña tímida a la que le decían “¿por qué preguntás eso?, estás loca”. La que buscaba en los libros lo que su entorno no sabía ni que existía.
Constanza habló de su madre con una ternura que enternece. Dijo:
—Mi mamá es la que logró esto. Yo fui quien lo completó.
Esa frase me tocó hondo. Me hizo recordar a mis padres, pero desde otro lado: no por seguir sus pensamientos, sino por haber tenido el coraje de no hacerlo. A diferencia de Constanza, mis padres no me alentaron a escribir, ni creían que pudiera vivir de la psicología.
—¿Por qué no estudiás contabilidad? —me decían. Pero yo sabía: los números eran mi lengua extranjera. El inconsciente, en cambio, era mi idioma natal.
Siempre seguí mi deseo por encima de los mandatos. A los ocho, me negué a aprender hebreo —mi manera radical de decirle no a la religión impuesta— y me animé a decir en voz alta, frente a una maestra, que no creía en Dios. Constanza cree en sirenas, hadas y dragones. Yo sigo nadando en mares simbólicos. Nos une el mismo pacto invisible con lo imaginario.
En ese espejo que me tendió Constanza, me vi. Y me reconocí. En la necesidad vital de no ser otra cosa que esta que soy. La que aún se emociona en cada sesión con su amado y admirable psicoanalista (que jamás se ríe de mis delirios, aunque sí nos reímos juntos de la cordura). Esta niña me recordó que como decía Nietzsche: ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo. Y mucho menos el de las sesiones que me conducen a mi ser (aunque a veces me conduzcan también al borde del descubierto, ¡en múltiples sentidos!).
En la Isla del Tigre no solo descansé. Gracias a Constanza, me reencontré con esa niña que nunca se fue: la que escribe para no olvidarse quién es. La que busca la verdad en su voz, como ella en la suya.
Le propuse escribir para mi revista. Y su respuesta fue tan simple como reveladora:
—Yo no busco fama.
Me hizo reír. Hasta en eso… se me parece.
https://www.youtube.com/shorts/5rzivdxs7DY
Gracias, Constanza, por recordarme que ser una misma —sin disfraces, ni filtros— es el más noble de los actos de amor. Y por traerme, con la frescura de tu voz y el perfume del río, el eco encantado de aquella niña que nunca dejé ni dejaré de ser.