Desde aquel momento, desde aquella brisa y aquella sensación de humedad en el cuerpo, de calor sobre los hombros, de alegría en el pecho, desde aquel momento, me levanto muchos días de mi vida y, de repente, me encuentro de nuevo allá, en Prachuap Khiri Khan. Me siento ahí nuevamente, es evidente, estoy ahí: veo esa misma calle, con las barandas de madera bajas en el frente de los jardines de las casas, con los pequeños templos de ofrendas frente a cada puerta; mis ojotas, la malla de siempre de un rosa chillón, la humedad, el calor, el mar en el fondo de la calle, allá lejos, estoy en Prachuap Khiri Khan.
Para todos los mochileros, moverse de un lugar a otro es al menos una molestia. En el Sudeste Asiático, puede ser un tedio: negociar el transporte siempre, combinaciones van-taxi-ferry-taxi o van-triciclo-ferry-triciclo o etc., empacar y desempacar, controles aduaneros, conexiones desconectadas y rutas en construcción. Luego, llegar al hostel, desempacar y, luego, finalmente, arribar al destino.
Llegar a Prachuap Khiri Khan fue comenzar a caminar por esa calle, la que me llevaba al mar, que brillaba en el fondo de la escena, con un celeste moteado de azul. La brisa me despeinó pero no pudo llevarse la humedad y la transpiración y mi fascinación por esos templos en frente de cada puerta. Los tailandeses los usan para colocar las ofrendas todas las mañanas. Primero las ofrendas, luego el día: los inciensos y los arreglos florales sobre el arroz, luego unas plegarias, luego el día.
Prachuap Khiri Khan no gritaba como Bangkok. El pueblo parecía aletargado. Solo después de dos días me di cuenta de que el pueblo no parecía aletargado, sino que estaba aletargado, que así transcurrían los días allí: mariscos y pescados sobre base de arroz en la costanera con cerveza fría y atardeceres naranja furioso. Bangkok ya había quedado atrás, era evidente; ya no más edificios, ni tráfico. Prachuap Khiri Khan respiraba con otro ritmo, pero con la misma humedad y el mismo calor.
Sin embargo, esa brisa de mar en esa calle, entre las maderas bajas de las cercas de las casas, con el mar en el fondo y las palmeras de marco -siempre las palmeras de marco- me confirmó que había llegado: había llegado a la Tailandia que me imaginaba, a las playas de Tailandia. Había cumplido mi sueño y, por eso, esa alegría en el pecho que no pude disimular. Se me dibujó una sonrisa que luego se transformó en risa y me detuve. Observé el mar, que estaba a unos cuatrocientos metros, y las casas con sus cercas bajas de madera. Me quité la mochila de la espalda y suspiré muy profundo. Inhalé esa humedad salada y dejé que las gotas de sudor se deslizaran por mi rostro y por mi pecho. Respiré muy profundo de nuevo y cerré los ojos: había llegado, estaba en Prachuap Khiri Khan.
El despertarme, muchos días, oliendo esa brisa y esa humedad de Prachuap Khiri Khan, aunque esté en La Plata, me genera la misma sonrisa que en aquel momento se transformó luego en risa: ya cumplí ese sueño, ahora voy por otros.