Todo lo que recuerdo es que un cuervo negro como la muerte se dirigía hacia mí, directo hacia mí, y me miraba profundamente a los ojos. Esperé que cambiara su rumbo pero nunca lo hizo: entró en mí. No puedo recordar absolutamente nada antes de eso. De algo sí estoy seguro: siento unas ganas irrefrenables de volar, de bailar elegantemente sobre la noche estrellada, de desplegar mis alas.
Dudé por un instante: ¿tendré una esposa? ¿Tendré hijos? ¿Habré tenido una casa y algunas vacas? Luego volví en mí, y comencé a caminar. Tomé el camino del Norte, para alejarme del valle y adentrarme en el bosque. No llevaba mucha ropa, pero el frío no me detuvo. El murmullo del bosque es encantador. ¿Me habrá gustado antes también?
Mi pelaje inútil decantó en plumaje y crucé el Paso Redención para atravesar la ladera Oriental a toda prisa, todavía por suelo. Cuando llegué a la cima del Mundalaku, conservaba plenas mis energías y mi pico cantaba melodías desopilantes. El frío se volvió inexistente y los sonidos de la montaña un canto sagrado de hermanos. Observé por unos instantes el valle inferior y las laderas Occidentales. Respiré muy profundo y salté: fueron los cinco segundos más felices de mi vida. Mis alas nunca se abrieron. Ahora que reencarné en este estúpido humano que apenas puede caminar, volar podrá ser solo un recuerdo.