Por Flavia Mercier, psicoanalista y corresponsal en España.
Jorge Alemán recorre en su último libro, a modo de ensayo, todos los temas de debate que han circulado desde el comienzo de la pandemia por causa de la Covid-19 y sus consecuencias.
El psicoanalista se refiere a este virus como un real que, al decir de Jaques Lacan, es sin ley. Es decir, como real no tiene ningún orden, ni natural ni de ningún tipo, que lo regule y, por tanto, tampoco ningún orden con lo que se lo pueda designar. Es lo imposible de ser significado y sin sentido alguno.
Este real se presenta además como una fuerza desbocada e incontrolable en el exterior. Algo del orden de lo inconmensurable que puede ser percibido como un abismo. Y con el sujeto llevado a guarecerse para cuidarse y cuidar a otros, este abismo puede resultar acechante, en tanto representa una amenaza que desde el exterior puede irrumpir en cualquier momento en el interior.
En este punto, Jorge Alemán aprovecha para señalar las paradojas del modo de funcionamiento del capitalismo que, aun cuando anticipa las catástrofes, está impedido de hacer nada para evitarlas porque no puede introducir ningún cambio que implique la detención de su curso. Esta catástrofe había sido anunciada por decenas de películas distópicas. Heidegger no cesó de advertir que llegaría el día en que los manejos de la técnica ya no nos dejarían oír el clamor poético que surge de la firme esperanza en un porvenir, acallándolo y banalizándolo. Alemán recuerda que Lacan lo anticipó en la angustia de los científicos. La angustia, ese afecto que no engaña.
Cierto es que, haya surgido o no este virus de un laboratorio, en forma accidental o exprofesa, no cabe duda que la catástrofe es resultado de la manipulación abusiva que la humanidad ha hecho de la naturaleza. Una manipulación que por el empuje a la acumulación del capitalismo -empuje mortífero- ha llegado hasta los confines de la ética. Y ahí, ante el límite, la visión de una catástrofe sería causa de angustia para los científicos. Muchos intentaron incluso advertir lo que podía pasar. Sin embargo, no se hizo nada, porque hacerlo hubiera implicado detener el afán de acumulación.
Sobreviene entonces la extrañeza que provoca la irrupción sorprendente, cuando nadie lo esperaba, de lo que, sin embargo, había sido largamente anticipado. La extrañeza como una de las formas de manifestación de “lo siniestro” al que Freud define como lo extraño en lo familiar. Aquello que quedaba por fuera de la realidad ahora irrumpe en ella sin dejar lugar a dudas. Se produce la extrañeza y el sujeto se angustia.
Por su parte, la ciencia se declara ignorante respecto de este real. La afirmación lacaniana de “no hay Otro”, vira entonces hacia un real angustiante: no hay quien sepa, no hay garantías. En lugar de operarse una liberación al alcanzar esa verdad, se percibe como un agujero en la estructura que puede hacerla tambalear. El miedo y el horror que ese agujero produce, sumado a la angustia por la certeza del que el virus ya está ahí fuera, llevan a inventar respuestas donde no las hay. Proliferan las hipótesis conspirativas.
Jorge Alemán descarta toda tesis conspirativa, incluyendo la propuesta por Agamben de que el dispositivo de cuidado se trataría de una suerte ficción foucaultiana para instaurar un estado de emergencia. El psicoanalista lacaniano desestima esta hipótesis sin dejar de advertir los grandes riesgos que enfrentamos de que las prácticas necesarias para el cuidado de la vida puedan ser apropiados por un nuevo orden fascista, cuya sombra ya se extiende por el mundo.
Pero no todo fue desasosiego. Hubo quienes se pudieron alojar en esa interioridad en la que tuvieron que guarecerse. Interior que no queda solamente tras los muros edilicios sino tras los muros de la piel. Muchos se refieren a este tiempo como un tiempo de introspección del que esperan sus frutos. Hay quienes explican que han tenido el tiempo de escuchar y leer aquello que nunca podían, repensar el camino, e incluso de crear. La detención que el dispositivo de cuidado provocó les dio el tiempo y el espacio para oír y leer otra cosa.
La detención del empuje, pudo propiciar para algunos la detención del sentido habitual abriéndose un espacio para cuestionarlo. Y en ese punto, si bien se produce la extrañeza, esa extrañeza es antesala de una angustia motora cuando ya no se necesita huir de ese real ni hacer nada para aliviar el malestar que produce. En un psicoanálisis el lazo trasferencial es el soporte que hace que el sujeto se deje llevar hasta que lo desconocido deja de ser lo extraño para pasar a ser lo íntimo que puede ser reconocido. Se trata entonces de sostener los lazos que posibilitan una escritura al modo en el que en un trayecto psicoanalítico escribe el inconsciente: borrando contenidos mortificantes a medida que va dibujando una nueva imagen que incluye elementos necesarios y hasta entonces excluidos.
La hipótesis planteada por el ensayo, basada en el modo de operar del capitalismo que Alemán define desde hace tiempo como “…una estructura acéfala reproduciéndose ilimitadamente, una maquinaria que aún en los tiempos más críticos tiene capacidad de rehacerse”, es que con esta crisis el capitalismo volverá reinventarse. Se establece así una distancia clara de aquellos que vieron el fin del capitalismo con esta pandemia, como Žižek; y, por el contrario, se plantea a modo de desafío si será posible articular una salida que por una vez no vaya en el mismo sentido de siempre: el que los costos de la crisis los paguen los más vulnerables. Jorge Alemán nos plantea entonces una pregunta “¿Qué modos tiene de acontecer la Igualdad?” Igualdad que define como no toda.
Como ya había sido señalado en anteriores artículos, el discurso capitalista ha ido transformándose en un perfecto ejercicio de “gatopardismo” para que nada cambie y se sostenga la acumulación de capital. Su discurso pasó así de promover una ética del trabajocentrismo y el “self made man” -o el “hombre hecho a sí mismo”- durante el fordismo, a la exaltación del individuo activamente responsable de sí mismo y de sus circunstancias -como si éstas dependieran de un acto voluntario-, cuando interesó desmantelar el estado de bienestar y legitimar perversamente el desamparo.
Alemán desestima que este sea un tiempo propicio para la emergencia de liderazgos excepcionales, estando la época marcada por la declinación del nombre del padre y la desaparición de la escena del héroe. Héroe del que sería necesario recordar, para que no quede del lado de la neurosis, que Lacan señaló que era quien podía asumir al final de la escena trágica ser desecho de su propia empresa. Es entonces -y poniendo en perspectiva esta afirmación con toda la obra de Lacan-, aquel que se juega su pellejo, pero no en el sentido de la inmolación, sino de quien paga con su persona; es decir, que se priva de sus pulsiones narcisistas.
Desde el triunfo del neoliberalismo enfrentamos la declinación del nombre del padre o la caída de la legitimidad de un Otro que, como garante del saber y de la verdad, permita alcanzar un punto de amarre o anclaje -lo que Lacan llamó un “point de capitoné” o “punto de almohadillado”- por el que se acuerden algunos principios civilizatorios. Principios civilizatorios que podrían reintroducir el pudor y actuar así como límite o freno a una acumulación sin medida y al empuje a consumir siendo consumidos. Principios civilizatorios que son por tanto contrarios al sistema y no interesan. Es más, desde hace un tiempo, lo que se persigue es el desanudamiento del sujeto, eliminando todos los puntos posibles de anclaje, sea estos religiosos o del discurso del saber.
A falta de autoridad simbólica, en contrapartida, un Otro voraz y superyoico se erige en el discurso mediático ordenando gozar hasta despertar los rasgos más perversos del sujeto neurótico. Una voz “casi enteramente planetarizada, y hasta estratosferizada” -al decir de Lacan-, dicta que todo se puede y todo está permitido. Se cruzan los límites necesarios del pudor, y más aún, del pundonor, punto en el que se juega la dignidad, quedándose el sujeto sin nada en reserva.
Como bien señala Jorge Alemán, estamos muy probablemente en los albores de un derrumbe civilizatorio. El gran interrogante que se presenta entonces para un proyecto emancipatorio que quiera alojar la singularidad y la soledad irreductible del sujeto, es si al ser humano le queda algún resto vivo para asumir un destino distinto a aquel destino funesto al que se dirige. Un resto con el que apostar para ganarse una vida. Ganancia de vida privada cuando algo se priva de quedar expuesto. Ganancia de interioridad cuando no todo queda exteriorizado.
Sin anclajes simbólicos, los sujetos son aún más permeables a la hipótesis paranoica definida en este ensayo como aquella posición subjetiva y colectiva por la cual todo es interpretado bajo el mismo signo amenazante. Hipótesis paranoica que tiene siempre una gran pregnancia para el sujeto dada su constitución especular.
El sujeto se reconoce a través de la mirada que recibe del otro y en la imagen del otro, como quien se mira en un espejo. Esto hace que el sujeto sea siempre muy sensible a los procesos de identificación. Por otro lado, la primera forma con que se conforma lo exterior a sí, es lo que calificamos como malo, en tanto desde bebés percibimos todo lo que nos causa dolor, malestar y displacer como ajeno a nosotros, como causados por otro, aunque responda a estímulos del propio cuerpo. Así el otro se configura como aquello que se teme y rechaza; y el odio al otro – al igual que el amor narcisista- es una fuerza constitutiva del sujeto, tal y como Freud vino a develar en “El malestar en la cultura”. Si ocurre como en la actualidad que el discurso se plantea en términos confrontativos divulgando la idea de que lo que le dan al otro me lo sacan a mí, o simplemente que lo que yo no gozo lo goza el otro, la identificación se desliza rápidamente por la vía del odio. Ese otro es el enemigo.
En ese sentido primero el neoliberalismo y más recientemente la extrema derecha se vienen apropiando hace tiempo de los significantes que hacen a lo común para pervertir su significación. Así por ejemplo la mayor perversión del discurso que ha realizado el neoliberalismo y de la que ahora se retroalimenta la ultraderecha, es que la igualdad, la solidaridad y la justicia social son formas sospechosas de querer borrar las diferencias y el derecho a la individualidad.
Como bien se explica, no sólo en este libro sino en anteriores del mismo autor, esas son falsas diferencias. Diferencias que se fundan en lo funesto del destino, como aquello que se acarrea por la cuna en la que se nació. La diferencia que cuenta, la que es necesario tener en cuenta, es la diferencia absoluta, esa que no nos hace individuos, sino sujetos deseantes. A lo que se puede tener derecho, si se es capaz de responsabilizarse de la existencia que cada uno desea, es a una singularidad, no a una individualidad. Con una igualdad no toda como propone Jorge Alemán -que nada tendría que ver con la homogenización ni la universalización-, se trataría de tener derecho a la diferencia absoluta, a expresar esa singularidad, incluso en su aspecto sintomático.
De manera similar, hoy se ve en muchas geografías a la extrema derecha reclamar por la libertad. Se pasa así de la libertad de mercado que reclamaba el neoliberalismo a una libertad para gozar. Goce mortífero contrario al cuidado necesario para sostener la vida. Quizás cabría recordar que para los griegos el hombre libre era simplemente el que no era esclavo. La cuestión estaba en que ellos consideraban que alguien podía ser esclavo de sus pulsiones. Y por su parte, Foucault decía que: “La libertad es la fuerza viva y jamás entorpecida de la verdad”. Pero, como queda señalado en el libro:
“La derecha -como ha demostrado Lacan en relación al discurso capitalista-, no está en relación a la verdad; se podría decir que es un sujeto que usa la lengua sólo para gozar y que el odio es uno de sus goces privilegiados.”
Y esa derecha, extrema, ultra, Jorge Alemán advierte que no es marginal ni residual sino una operación perfectamente calculada.
Es cierto, asistimos hace tiempo a una batalla dentro del capitalismo, entre los que siguen apostando por una alianza con la ciencia o la técnica que les permite diseminar un exceso de goce que cancela toda posibilidad de simbolización; y quienes intentan desamarrar todos los puntos de anclaje para que así el sujeto más que liberarse, se suelte. Las últimas elecciones de Estados Unidos fueron un ejemplo de esta batalla. Batalla que claramente se está reditando en las que se aproximan. Es más, la crisis que sobreviene a la pandemia parece estar acelerando este proceso. Podemos estar en la antesala del deslizamiento -final quizás- que el capitalismo, como voluntad acéfala, pueda tomar hacia el amo que mejor le sirva. El riesgo que sea un neofascismo no es menor. Por tanto, debemos advertirnos que enfrentamos un tiempo de desanudamientos en tanto la locura representa la imposibilidad de incluir la alteridad y la extrema derecha criminaliza todo el tiempo la alteridad.
No es sin velo que se puede realizar entonces una trasmisión en esta época. ¿Qué debimos aprender en ese sentido del homenaje que Lacan le hizo a Margarite Duras cuando recordó las palabras de Freud para destacar que el artista aventaja al analista? El analista aprehende del modo de hacer del artista cómo hacer con sus semblantes para que lo excluido pueda ingresar. Cómo hacer sentir la presencia de un objeto ausente en los claroscuros de la pintura. Cómo hacer resonar un clamor lejano en los silencios de la música. Cómo sostener el movimiento en una pausa de la danza. Lo que podemos aprehender del hacer de los artistas es que la cosa no se aborda de forma directa, ni de frente ni enfrente.
Se trataría entre otras cosas de poder hacer uso de un decir paradojal y poético para evitar la perversión del sentido. Si el decir es paradojal de manera que dé lugar a que se expresen las contradicciones, se podrá quizás escuchar lo común en las diferencias. Si el decir es poético, se podrá escuchar en los pliegues de ese decir una resonancia que traiga los ecos de otra cosa, ausente, porque en el pliegue ya no hay un sólo lado, sino uno y otro. Y todo esto porque, como diría Heidegger:
“En el presente caso, de lo que se trata es, como en anteriores ocasiones, de esforzarse para que por medio de incesantes intentos, a aquello que desde antiguo hay que pensar, pero que aún no ha sido pensado, se le prepare una región desde cuyo espacio de juego lo no pensado reclame su pensar.”
Seríamos entonces como insiste Jorge Alemán, los encargados de traer las malas noticias: la soledad del sujeto es irreductible como su síntoma es irresoluble porque es imposible colmar el vacío en el que se origina. Ese mismo vacío que, como ya ha elaborado el psicoanalista lacaniano en varios de sus libros, es lo que hace obstáculo al capitalismo porque no se deja atrapar por la lógica del consumo. Seamos entonces en medio de este pandemónium los demonios de los antiguos dioses griegos, esos que traían las malas noticias de unos dioses muy humanos, basta con repasar las tragedias griegas. Dioses que Lacan nos advirtió que perdimos en la gran feria civilizadora. Dioses deseantes que los griegos inventaron para que la existencia se tornara “apetecible de suyo”, al decir nietzscheano. Transportemos entonces con nuestros semblantes una voz plural que diga en los contrastes, en las alternancias, para que haya resonancias que hagan de los espectadores, oyentes. En tanto, si todo está por verificarse y el pueblo está por construirse, éste sólo resultará de la apuesta decidida en cada uno por la vida, cuando pueda ser escuchado el grito que clama por una existencia. Y entonces, quizás, advendrá el sujeto de la emancipación.
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