Por Lucas Ochoa
Conocer Japón fue asombroso desde el momento cero. Fue no tener noción de la aventura que eso iba a significar. La razón era simple: es un lugar tan remoto como lejano para cualquier argentino. Remoto y lejano no sólo por la distancia, sino además por la gran diferencia cultural y simbólica que existe entre nuestro país y el país nipón. Fue más que cruzar más de medio mundo. Fue justamente adentrarse en otro mundo.
MOVERSE EN TOKIO, UN RETO IMPERDIBLE
Antes que nada, impacta la prolijidad y el orden que la cultura japonesa tiene para todo y en todo. Y eso, por supuesto, no le es ajeno a los medios de transporte. Debido a lo enorme que es Tokio -tiene una población de casi 37 millones de habitantes si se cuenta su área metropolitana, y ocupe una superficie de 2.110 km2-, posee una gran red de subtes, trenes y trenes bala que conectan todo, con todo.
Los trenes llegan a la hora que tienen que llegar, y el viaje dura el tiempo que tiene que durar. El gran aliado para cualquier tipo de movilidad en Japón fue sin dudas «Google Maps». Cumplió una función vital a la hora de moverse por esa inmensa ciudad. Para ello contratamos un router wifi portátil que nos proveyó de internet todo el tiempo. Una inversión totalmente necesaria para evitar sobresaltos y pérdida de tiempo.
Imaginen este escenario: entrar a una estación de trenes donde no sólo pasan trenes sino que además conecta con no una sino varias líneas de subtes. Un mundo de gente, yendo y viniendo. Carteles de información por todos lados, con flechas, colores, números, horarios, andenes infinitos. Obvio, todo eso en japonés y algún que otro cartel en inglés o números occidentales. Había que tomarse un buen respiro y ser paciente para no equivocar la decisión, o mejor dicho, para elegir a ciencia exacta la plataforma correcta, la línea correcta y por si eso fuera poco, el horario correcto para no errarle al destino.
Cuando eso de por sí ya era un gran desafío, aún quedaba otro: las escaleras. ¿Por qué las escaleras? El problema no era la escalera en sí, sino cómo subirla. En Tokio una escalera se sube por la izquierda y se baja también por la izquierda. Como los autos, que la mayoría también se manejan del lado izquierdo. Nosotros, los argentinos, o subimos una escalera por donde queramos, o instintivamente buscamos la derecha para hacerlo, y también usamos la mano derecha para bajar. Lo mismo hacemos para caminar en la calle, buscamos siempre nuestro lado derecho cuando nos encontramos en un lugar con muchos transeúntes. Fue por eso que hizo falta chocar con varios malones de gente en varias oportunidades para recordar que había que reajustar la brújula hacia el lado izquierdo y de esa forma no fracasar en el intento de moverse.
Sorteado ese gran reto, era hora de llegar al andén y pararse en el correcto. Mirar el cartel electrónico fue todo un desafío, principalmente de confianza. Porque claro, además sobre una misma vía pueden pasar dos ramales distintos del mismo tren, con destinos totalmente diferentes y opuestos. Un tren pasa de derecha a izquierda, y cinco minutos más tarde, otro tren pasa por la misma vía, el mismo andén, pero de izquierda a derecha. ¡Tan perfecto como inentendible! Es por eso que prestar atención al horario del tren que necesitaba fue vital. Pero confiar en esa información fue lo que más me costó. No estamos acostumbrados a semejante volumen de servicios de transporte, y mucho menos a una puntualidad que supera lo exacto. El sistema no tolera fallos, y una demora de un minuto puede significar viajar gratis y al abandonar la estación un pedido de disculpas constante por parte de los operarios de turno ante cada pasajero que traspasa un molinete.
LOS BARBIJOS, MUCHO MÁS QUE UNA PRECAUCIÓN SALUDABLE
Era muy habitual caminar por las calles de Tokio y ver mucha gente usando barbijos. Desde niños hasta adultos. Siempre pensé que era por un tema de contaminación en el ambiente, ya que es una ciudad densamente poblada, con muchos autos y tipos de transportes, fábricas y una férrea actividad comercial.
Hasta me pregunté varias veces antes de ir si iba a hacer falta usar uno, pero preferí tomar esa decisión estando en destino. Tampoco investigué nada al respecto, pero fui guiado por ese prejuicio de un aire viciado y nocivo para la salud.
Con el correr de los días y luego de varias horas de caminata diaria, nada en el aire o en mi respiración presentaba anomalía alguna. Tampoco en mis compañeros de viaje. Entonces la pregunta constante que me hacía era: ¿por qué muchos usan barbijo? Sumado a eso, no eran barbijos comunes, sino que algunos estaban “tuneados” con algún superhéroe de animé conocido, o tenían diseños estéticos realmente interesantes y atractivos. No tuve otra opción más que empezar a preguntar e investigar para despejar esa duda.
El prejuicio de la contaminación ambiental en el aire fue descartado inmediatamente. Si bien no es el óptimo, tampoco hay niveles alarmantes. La totalidad de los transportes ya poseen sistemas híbridos que casi ni contaminan y hay un estricto control en torno a la emanación de gases en una gran de cantidad de ámbitos y actividades comerciales.
La respuesta, o al menos la conformidad a mi duda, vino de la mano de la estación del año en la que me encontraba en el país asiático: el invierno. Automáticamente concluí en que era época de resfríos y por eso el uso de barbijos para evitar contagiarse, mucho más cuando en el día a día la aglomeración de gente en lugares comunes es casi inevitable. Efectivamente era así, pero había un poco más aún por saber y allí la cultura japonesa juega un rol vital. Los japoneses no usan barbijo por el mero hecho de no enfermarse o no contagiarse. Sino sobre todo para no contagiar. Ya sea que estén teniendo una leve tos o fiebre, usan barbijo para cuidar, fundamentalmente, al otro. Hay un respeto por el otro muy grande. Es por eso que usar barbijo no es una cuestión individual, sino social. La salud de uno importa tanto como la del otro. Y esa es una premisa básica que atraviesa varios ámbitos. Lo mismo sucede con la basura en las calles. No hay papeles, no hay colillas de cigarrillos, no hay botellas. Tampoco hay cestos de basuras o grandes contenedores. Cada uno se hace cargo de la basura que genera durante el día y es en los hogares donde se lleva a cabo el proceso de separación para reciclaje. Por eso era habitual ver muchas bolsas de basura de diferentes colores, cada una con un tipo especial de material.
NO ROBARÁS: OTRO EJEMPLO DE LA IMPORTANCIA DEL OTRO
Tuve la suerte de recorrer Tokio de punta a punta. Le dediqué un buen tiempo para conocer la mayoría de sus barrios y atractivos principales. Y otra de las cosas que más me llamó la atención fue la poca presencia de policías en las calles. Rara vez se veían agentes policiales en las esquinas o patrullando en autos. Casi todo el trabajo policial se reducía a dirigir el tránsito en horas pico.
El prejuicio argentino de los arrebatos y de estar alerta todo el tiempo fue muy difícil de dejar de lado, o de pausar al menos por unos días. No creo que eso no exista en Tokio, pero al menos no en una tasa alta de incidencia. Era muy común, y chocante para mí, ir a cualquier lugar a tomar un café o comer algo y ver como los japoneses se levantaban de sus mesas para ir al baño u ordenar otro pedido y dejaban todas sus pertenencias solas sin pedirles a nadie que se las mire/cuide: desde sus mochilas y abrigos, hasta teléfonos móviles y laptos de marcas de primer nivel. “Allá en Buenos Aires eso es imposible”, era el mensaje interior que más sonaba en mi cabeza. Ya el hecho de ser testigo de cómo alguien se levantaba tranquilamente de su lugar dejando todas sus pertenencias desprotegidas, era no solo un sufrimiento interno por esas cosas que estaban quedando a la buena de quien sabe quien, sino también un gran choque cultural. Y ni hablar lo que me generaba simplemente pensar en ponerlo en práctica con mis propias pertenencias. Nuevamente, el respeto por el otro era la clave.
Viví esa experiencia varias veces, en varios lugares. Pero no me alcanzó. Me lo tuvo que contar un japonés para poder terminar de creerlo, y entenderlo. Nuestro amigo fue muy claro: “Aquí, o en cualquier lugar a donde vayas, podes dejar tus cosas sin temor. A nadie se le ocurriría tocar tus cosas si es que decides, por ejemplo, ir al baño. Nadie se mete con las cosas del otro, ya que justamente son del otro”. Hasta me contó, y también lo vi, que si te olvidás algo en el tren (un abrigo, un teléfono móvil, una mochila, etc.) nadie lo toca y lo deja en su lugar, salvo que puedan identificar y avisarle antes de que sea tarde a la persona que dejó olvidado algo. De lo contrario, el objeto permanece en el tren hasta que el guarda lo retira y lo deja en la estación en el departamento de “objetos perdidos”.
Robar no es una opción común en Tokio. Y también por una doble lógica: individual y social. Por un lado, nadie toca lo que no es suyo. Y por el otro, robar significa mucho más que eso. Significa nada más y nada menos que manchar el apellido de la familia. Y eso, en la cultura japonesa, es la peor herencia que una persona le puede dejar a sus generaciones futuras. Existe la ley, pero hay una convención social aún más importante e inquebrantable por encima de la misma: el honor.
TECNOLOGÍA EN TODOS LADOS, PERO LA DISFRUTÉ DONDE MENOS IMAGINABA
Japón es sinónimo de tecnología, o al menos también lo era en mi imaginario previo al viaje. Para mí era prácticamente viajar al futuro ya que esperaba encontrarme con robots por todos lados, muchos aparatos y artefactos raros, y todo tipo de cosas difíciles de encontrar o ver en cualquier otro país del mundo. Esto último no termino sucediendo, pero lo cierto es que en Tokio hay una linda e interesante mezcla entre tradición y modernidad.
Impacta estar en medio de un parque japonés, rodeado de paz, aire fresco, templos milenarios, coloridas arboledas, al borde de un lago dándole de comer pan a los peces; y levantar la vista para ver allá, a los lejos pero muy cerca, edificios tan modernos como imponentes.
Tokio de por sí ya es una ciudad bastantea occidentalizada. Sus habitantes muy bien vestidos, respetando casi a la perfección la última moda europea. Las mujeres prolijamente maquilladas y vestidas de oficina, con polleras, medias “can can” y zapatos con grandes tacos; mientras que los hombres todos de traje con sobretodo. Lo más llamativo de la vestimenta masculina fue que muchos jóvenes en vez de mochila y portafolio usaban carteras que llevaban colgadas en su antebrazo. Muy pocas veces me encontré con el tradicional «kimono». Si bien es una vestimenta típica de Japón, se dejó de usar por parte de la mayoría de sus habitantes luego de la posguerra, aunque la gente mayor aún prefiere mantener y vestir esa tradición.
En los trenes todos, absolutamente todos estaban conectados a sus teléfonos celulares. No existía el diálogo entre pasajeros, y está prohibido hablar por teléfono mientras se viaja, o escuchar música sin auriculares. Un silencio de misa en cada viaje, donde solo se escucha el ruido de las ruedas rechinar contra las vías y la única voz humana es la del conductor cuando anuncia la próxima estación. Sí me llamó la atención que cuando se desocupaba un asiento se sentaba quien más cerca estaba del mismo. Que el hombre le ceda el asiento a una mujer no era un acto común. Y las veces que nosotros lo hicimos, la mujer quedaba muy agradecida y nos ofrecía una reverencia a modo de agradecimiento antes de sentarse, una vez sentada, y cuando se levantaba. Creo que debería haber googleado en el momento cómo se decía «de nada» en japonés, para ahorrarle trabajo a la señora.
En cuanto a las aplicaciones y redes sociales si en Argentina se usa Whats App como canal de mensajería instantánea, en Tokio usan Line. Facebook y Twitter también tiene un buen uso, pero pierden terreno ante Gree y Mixi. La primera es una red social de videojuegos (algo muy típico y adictivo en la cultura japonesa), y la segunda algo más parecido a Facebook, con la particularidad de que ya existía cuando a Mark Zuckemberg se le prendió la lamparita (o cuando decidió desarrollar y hacer propia una idea ajena).
Respecto a la gastronomía, son muchos los bares y restaurantes que tienen el mismo sistema: entras, te encontrás con una gran máquina en donde están los menúes (todos en japonés, por lo que hay que guiarse sólo por la imagen), ingresas el billete y seleccionas el pedido para luego sentarte y esperar a que te lo traigan. No hay mucha interacción con el mozo, mucho menos cuando el español y el japonés como idioma no encajan. Por ende, elegir qué comer era un ta-te-ti constante. Por supuesto que lo pedido era inversamente proporcional, en cuanto a su sabor, a lo deseado. Y si me ponía insistente con el mozo para intentar sacarle algo de información o sugerencia para comer, se irritaban ante la imposibilidad de entablar una comunicación y ahí mismo te bajaban la persiana: juntaban sus antebrazos formando una cruz, o «x», en un claro mensaje de «no te ayudo más». Confieso que me lo hicieron varias veces. En ningún caso comí bien, ni rico.
Hasta ahí, algunas cosas novedosas y raras pero nada de otro mundo. Donde más me impactó o atrapó Japón fue en el baño. Sí, el baño fue el lugar en donde dije “esto sí es estar en Japón”. Se puede decir que allí la tecnología está al servicio del hombre y de la mujer. Fue la experiencia más rara, atípica y sensansional que viví en tierras niponas. Entender el inodoro fue sin dudas el mayor de los retos. El típico chiste de fijarse si en la otra parte del mundo al tirar la cadena el agua se va de izquierda a derecha o de derecha a izquierda quedó demasiado chico. Tardamos, junto a mis compañeros de viaje, varios minutos para entender su funcionamiento. ¿Por qué tanto misterio? En primer lugar, el inodoro no se asemeja a un inodoro convencional sino que parece una butaca donde el fin último es el confort de la persona. Hay todo un sistema de botones y botoneras majestuoso circundándolo que realmente nos llamó mucho la atención. ¿Qué tiene de especial? En primer lugar, tiene un regulador de temperatura en su tapa que hace que cuando uno se siente el frío del invierno quede totalmente anulado. Otro de los botones resolvió al instante el trauma de todo argentino que deja su país por un tiempo: la falta de bidet. No hace falta que se ubique en paralelo al inodoro, sino que está integrado en el inodoro mismo. Dos tipos de chorros: uno para el hombre y el otro para la mujer. Si se están preguntando por la precisión y la fuerza que tienen, la respuesta es que están demasiado bien pensados y se nota que hubo mucha práctica antes de comercializar un producto de tal índole. Quedamos anonadados.
Y por si eso fuese poco, la frutilla del postre: un botón que hace que en el interior del baño se active un parlante que emite tres tipos de sonidos: dos sonidos instrumentales de estilo japonés y un sonido de lluvia constante y relajante. Todo para que la persona que se encuentra allí dentro pueda realmente sentirse muy cómodo y aislado del mundo exterior. Insuperable. El resto de los botones son para desinfectar y aromatizar. Y para aprovechar los espacios, la canilla para higienizar las manos está integrada en la mochila misma del inodoro para que el agua que se usa para lavar las manos sirva además para volver a cargar la mochila. El cuidado de los recursos naturales y el reciclado de basura son también muy fuertes en Japón y están constantemente presentes en diversos objetos.
Lo mismo nos ocurrió con la ducha. No hacía falta pelear con los grifos de agua caliente o fría para encontrar un justo equilibrio en la temperatura del agua: un dispositivo pegado en la pared permitía seleccionar el tipo de agua (fría o caliente) y la temperatura deseada. Era cuestión de presionar “On” para que la lluvia comience a salir.
Lo del inodoro fue tema recurrente entre argentinos. Podíamos intercambiar más o menos información sobre lugares a visitar o donde ir a comer bien y barato, pero le dedicábamos un buen rato a hablar sobre el inodoro y los servicios del mismo.
A MODO DE RESÚMEN
Existen 18.369 km entre Buenos Aires y Tokio. 12 horas de diferencia. Un abismo cultural. Un idioma inentendible. El mejor sushi del mundo lo comí ahí. Los trenes andan bien, llegan a horario y son rápidos y seguros. Las calles limpias, impecables. El tránsito es pesado pero silencioso y los vehículos no contaminan. Pude haberme olvidado cualquier cosa en cualquier lugar que cuando volvía a buscarlo iba a estar ahí, sin que siquiera alguien lo haya tocado. Pude contemplar los grandes edificios o encontrar paz en un jardín japonés del siglo VI. Pude experimentar la sensación de viajar en el tiempo y sentirme totalmente perdido y derrotado ante el “jet lag” a medida que iba salteando hemisferios por el mundo. Pude haberme sentido un niño una vez más recorriendo pisos y pisos de edificios dedicados a dibujos animados que fueron furor en Argentina durante los 90 como «Supercampeones» o «Los Caballeros del Zodiaco». Experimenté la velocidad del tren bala. Crucé varias veces el famoso cruce peatonal de Shibuya. Probé comida exótica, rara, a priori incomible, sin haber puesto en riesgo mi hígado en el intento. Sobreviví a la gran red ferroviaria de Tokio y a toda la manada de gente que viaja día a día. Hasta me acostumbré a usar el lado izquierdo para subir y bajar escaleras. Me di el gusto de ver a mi equipo, River Plate, jugar una final del mundo frente al Barcelona de Messi. Recorrí Tokio de punta a punta, conocí sus barrios, olores, sabores y colores. Sucumbí ante la belleza de Yokohama, su imponente vista al mar y su interminable barrio chino. Y hasta tuve la suerte de meterme en un parque sin saber que era el Parque Imperial, de que justo ese día era el cumpleaños del emperador y hasta coincidí en tiempo y lugar para recibir su saludo; sin olvidarme del detalle de que ese parque abre sólo 2 veces al año. Me di el gusto de vivir la loca experiencia de estar un 24 de diciembre a las 23.30 en medio de un aeropuerto semi-vacío de Houston a punto de embarcar y luego recibir la navidad en pleno vuelo. Todo eso y muchísimos recuerdos imborrables que de tanto en tanto voy a traer al presente desde mi memoria pasada. Y todo eso para que cuando me pregunten qué fue lo que más me gustó de Japón yo diga sin temor a equivocarme que fue el baño y su entrañable inodoro del futuro. Valió la pena entonces darse una vuelta por Tokio.
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