CARNET DE VOYAGE

«ME FUI A DAR UNA VUELTA POR TOKIO – PARTE II»

Por Lucas Ochoa

Fue tan largo el viaje a Japón que mi crónica debía tener, al igual que dicho viaje, una escala más. En la parte I de ésta crónica ya había dado cuenta de algunas cosas interesantes que, para mi gusto, me tocó vivir en Japón.

Pocos días bastaron para poder dar cuenta de algunos rasgos característicos de la cultura japonesa. Y no hacía falta ser un Levi-Strauss del siglo XXI o vivir una experiencia participante al mejor estilo Malinowski. Simplemente alcanzaba con ser un argentino con un poco de curiosidad y poder de asombro.

NI TSUNAMIS NI GOTZILLA’S: LA RUTINA

Viajar en los trenes y subtes de Tokio también reflejaba otra cosa: lo estresante que resulta una jornada laboral para los japoneses. Caras largas, serias, ni una mueca. Así todo el viaje. Sumado a eso que nadie habla entre sí. Un velorio. Todos metidos en sus micromundos digitales. Y en la calle lo mismo: cada uno por su lado, apurado para llegar a tiempo a una reunión o la oficina, y a un paso constante y acelerado. Hogar-trabajo. Trabajo-hogar. Así se ve desde afuera el día a día en Tokio.

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Foto: Lucas Ochoa

No alcanzaban ni las grandes pantallas de las avenidas y esquinas con sus miles de publicidades y colores full HD para darle un golpe colorido a esa rutina. Todo parecía gris, frío, insulso. Ni siquiera en la hora de almuerzo se veía en bares o restós a grupos de compañeros de laburo juntando mesas y riendo a más no poder por aquella anécdota que perdurará por años. Todo lo contrario. Cada uno por su lado, en su mundo, procesando individual e internamente los fracasos diarios, pero también los motivos de alegría.

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Foto: Lucas Ochoa

Las preguntas en mi cabeza eran inevitables, y cada vez se hacían más existenciales. Los observaba atentamente y pensaba:  ¿eran robots o humanos? ¿Cuándo cambian el chip de la presión laboral por el de “vivir la vida”? ¿Qué será para ellos “vivir la vida”? ¿O el laburo es su vida? ¿Se reirán de vez en cuando?¿Dónde? ¿En qué momento? ¿De qué? ¿Tendrán permitido reírse? ¿Qué harán para “desconectarse” un poco, sin contar las redes sociales e internet?

Crecí viendo dibujos animados japoneses: Los Caballeros del Zodiaco, Dragon Ball Z, Supercampeones. Todos transmitían lo mismo: amistad, alegría, trabajo en equipo, compartir buenos y malos momentos, amar lo que se hace en la vida. Oliver Atom podía ser el mejor jugador de fútbol del mundo, pero no era nada ni nadie sin un Benji Price, un Steve Hyuga o un Tom Misaki. Con ellos aprendimos a compartir, a jugar en equipo, o ser mucho más que uno.

Pero lo único que encontré de eso en Tokio fue meros murales, muñecos y merchandising. Sí, no voy a negar que fue emocionante ver todo eso. Fue volver a tener 10 años. Pero esos valores no eran los mismos con los que me encontré en la sociedad: una sociedad apagada, fría, apática, individualista, aparentemente derrotada por la rutina. Daba la sensación de que cada día la pesadilla comenzaba una vez que ponían fuera de la cama.

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Foto: Lucas Ochoa

Era demasiado habitual ver en las calles luego de las 18 hs a oficinistas totalmente ebrios, todos desalineados, despeinados, desprolijos. Una imagen inversamente proporcional a la que daban por las mañanas. El alcohol resultaba ser un aliado recurrente y leal, una válvula de escape a esa realidad asfixiante y oprimente. Ni vomitar tranquilos podían, ya que los amigos que acompañaban al borracho se veían obligados a limpiar la calle o la vereda cada vez que uno de estos “quebraba”. El orden a veces desordena.

Y las estadísticas hablan por sí solas: Japón es uno de los países con mayor tasa de suicidios por año en el mundo, con un promedio anual de casi 25.000 muertes. Los problemas económicos de los hombres entre los 20 y 45 años son los motivos principales.

No me tocó vivirlo, pero me habían alertado sobre que era muy frecuente que un tren se retrase o se detenga a mitad de camino porque una persona había decidido arrojarse a las vías. Era algo común, frecuente, y me lo comentaron con una liviandad asombrosa. Tan normal les resulta este episodio que las empresas ferroviarias decidieron comenzar a cobrarles a las familias de quienes se arrojen a las vías por los daños que les ocasiona un hecho de tal índole.

Foto: Lucas Ochoa

Foto: Lucas Ochoa

Como sociedad poseen valores increíbles y envidiables, pero también tienen lo suyo. No todos parecen preparados para resistir las presiones de las obligaciones cotidianas, aún así dentro de una economía sólida que se ubica entre las principales del mundo.

ESCAMOTEO, MADE IN ARGENTINA

Como toda capital mundial, Tokio también es una gran meca del consumo. Locales interminables, edificios con fachadas imponentes, ofertas, carteles, anuncios, marcas, marcas y más marcas. La moda y la tecnología picaban en punta. Lo que busques y lo que quieras está en Tokio. Lo que no busques ni tampoco quieras, también estaba allí para tentarte.

Ir de compras era otro de los retos porque no sabía por dónde empezar. El secreto tal vez era saber qué comprar, y en dónde, pero en ese tipo de lugares donde la oferta es tan grande es imposible no tentarse con todo. Por suerte los barrios estaban bien diferenciados: en Ginza se podía encontrar marcas de lujo y exclusivas; en Shibuya todo a lo referido a lo que marca tendencia; y en Akihabara todo, absolutamente todo lo referido a la tecnología (original y no tanto).

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Foto: Lucas Ochoa

Aquí lo más interesante no fueron los objetos en sí, ni las marcas, ni los grandes centros comerciales, ni la cultura japonesa, ni los precios. Lo más atractivo de observar fue justamente a los argentinos de compra. Observarnos. Observarme. Nada más interesante que testear y ser testigo de nuestro ADN argento en la otra parte del mundo.

Se estima que durante los días en los que estuve en Tokio había cerca de 18.000 argentinos atraídos por el Mundial de Clubes de fútbol que disputaría River. Era imposible no cruzarnos, no vernos, no olfatearnos a 200 metros por actitudes, gestos y gritos. Y era en los grandes centros comerciales donde el viento nos amontonaba.

Algunos locales, astutos, ponían en sus veredas banderas de River para atraer a sus presas occidentales. Si en muchos ámbitos era muy difícil entenderse o hacerse entender con un japonés, a la hora de querer venderte algo hasta parecía que conjugaban el castellano a la perfección. El lenguaje comercial unía nuestras lenguas madres. No había males entendidos. Todos los carteles, precios y detalles eran claros y pensados para que nuestra compra resulte la más simple posible. Marketing en estado puro. Allí descubrí que los japoneses tenían sonrisa.

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Foto: Lucas Ochoa

¿Y cómo descubrí si eran argentinos los que estaban comprando, más allá de la tonada? Siempre el mismo diálogo, en mayor o menor escala: “Negro, a ver…ayúdame con la cuenta. ¿3000 yenes cuántos mangos serían? ¿Qué conviene? ¿‘Efeté’ o tarjeta a morir? No quiero tocar los dólares boludo. Allá (por Argentina) está más caro esto, ¿no?”.

Tercera cosa que si bien no descubrí, me siguió asombrando: los argentinos somos los reyes del regateo. El argentino impone una oferta donde no existe, crea un 2×1 de la nada, y siempre encuentra una manera de sacarle ventaja al que te está intentando sacar ventaja. Ahí era el momento en el cual el japonés dejaba de entenderte lo que le decías, se le borraba la sonrisa de la cara, y dos imanes y tres llaveros se convertían en una negociación más dura y difícil que un conflicto de la ONU. Lo peor de todo para el japonés: tenía 10 argentinos más en la cola para cobrarles.

La meca del consumo argentino en Tokio, el lugar predilecto, favorito y de paso casi obligatorio fue sin dudas el Mac Store. Allí las reglas de los productos de la manzanita eran claras, no había descuentos, no había promociones, no existía la mínima chance del regateo y para colmo las condiciones de pago eran estrictas. Y nadie discutía nada. Todos acataban los términos y condiciones. Generalmente siempre había un vendedor que hablaba español o inglés. Sea quien sea esa persona, durante esos días se cansó de trabajar y vender. Fueron saqueos pagos. Desesperación. “Dame 2 de estos, 1 de aquel y averiguame el precio de aquello por favor porque capaz también me conviene llevarlo”. Poco importaba el cepo, el valor oficial del dólar del día, o el precio del producto. Comprar era negocio.

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Foto: Lucas Ochoa

Entre argentinos la pregunta era siempre la misma: “che, ¿dónde recomiendan comprar?/¿hay buenos precios?”. Y Tokio podrá ser muy top, tener todas las marcas de primera línea, pero también tiene su lado B, su “saladita”. No era un galpón como se podría encontrar acá, pero el dato indicaba que al bajarse en la estación de tren “Ueno”, nos estaríamos adentrando en el mundo del barrio de Ameyoko. Por momentos dudé si estaba en Japón o recorriendo los outlets de Av. Córdoba o los de la calle Avellaneda. Lleno de argentinos, cada uno de ellos con varias bolsas en cada mano. Ahí sí el regateo y la negociación con el vendedor eran el código con el que había que contar para terminar haciendo un buen negocio. 2×1, 3×2, 4×3. “Haceme un 20, mirá todo lo que te compré…”. La comunicación era fluida entre ambas partes, y en todo momento de la compra. Eso sí, a cara de perro. Nada de sonrisas. Pero el japonés conforme porque vendió, y el argentino satisfecho porque se llevó cuatro pares de zapatillas, pagó por tres y para colmo a la mitad de precio de lo que las pagaría en Argentina. O al menos se llevaba la inevitable necesidad de creer eso.

DE PASIONES Y PLAGIOS

Disfrutar de un partido de fútbol organizado por la FIFA y por un país anfitrión como Japón también es raro. Cuando digo “raro” me refiero a que nada tiene que ver con como vivimos el fútbol en Argentina.

River y Barcelona de España disputaban nada más ni nada menos que la final del Mundial de Cubes para dirimir quién sería el mejor equipo de fútbol del mundo en la actualidad. Y eso, por supuesto, atrajo a propios y extraños.

A pesar de que el número de hinchas era mucho horas antes de que comience el partido nunca se perdió el control de la situación y todo se desarrolló con normalidad. ¡Ni siquiera las calles de los alrededores del estadio se cerraron! Cuando acá colapsamos enseguida ante un evento del tal índole, en Japón todo seguía su curso natural. Y no hizo falta para ello un gran operativo policial. Apenas un puñado de agentes que controlaban el tránsito y orientaban a los hinchas para que ubiquen más rápido el sector para ingresar al estadio. ¿Controles? ¿Vallados? ¿Tumultos de gente? ¿Largas colas? ¿Empujones? ¿Policía montada? Nada de eso. Fue tan lindo ser testigo de que cuando las cosas se quieren hacer bien, se puede. El hincha argentino que frecuenta los estadios en el país está acostumbrado a otra cosa, a otro tipo de trato, para no decir maltrato.

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Foto: Lucas Ochoa

Cuatro o cinco cuadras en las periferias del estadio se podía ser parte de una verdadera torre de babel. Atraídos por la gran final entre River y Barcelona, y apostados sobre veredas, ventanales y cordones de calle, había cientos de puestos ambulantes y de manteros de todas partes del mundo: italianos, franceses, turcos, alemanes, gallegos, brasileros y obvio, argentinos. Todos con un objetivo común: lucrar.

Entradas, camisetas, gorritos, bufandas, remeras, buzos, pines. Todo a lo que se le podía poner un precio tenía lugar allí. Era tal el oportunismo que a medida de que íbamos caminando y avanzando hasta el estadio un particular olor en el ambiente nos atrajo como un imán a una heladera: un carrito móvil con un letrero grande y llamativo que profesaba «choripan con birra”. ¡Aplausos! ¿Qué argentino no se iba a tentar para al menos probar y testear el sabor que tenía? Nosotros no fuimos la excepción y también caímos en la trampa. Y sinceramente o será por el hambre que cargábamos en ese momento o por lo mucho que veníamos sufriendo la comida japonesa que el choripán aprobó con creces el test de nuestro paladar criollo.

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Foto: Lucas Ochoa

Tal vez lo más bizzaro de la experiencia futbolística fue ver a los japoneses con las camisetas de River. Me generaba orgullo, por supuesto, que en un país tal lejano algunos de sus habitantes vistan los colores de mi club favorito, pero tal vez con un poco de prejuicio me preguntaba qué conocerían realmente sobre River en particular y del fútbol argentino en general como para mostrar tal fanatismo. ¿O será esa inexplicable pasión artificial que el asiático demuestra por todo lo que genere marketing? ¿O tal vez por la locura generalizada, el revuelo y la ruptura con el orden cotidiano que generó el hincha de River al invadir con 18.000 almas tierras niponas?

Éramos un verdadero fenómeno para ellos. No entendían nada, no nos entendían, no sabían ni quién carajo éramos ni qué carajo estábamos haciendo en Japón. Para la gran mayoría de los japoneses Argentina era sinónimo de Messi, y nada más. Claro está: más marketing.

Pero de a poco los hinchas de River fuimos llamando su atención. Nos fuimos haciendo visibles, a pesar de que hacía varios días que ya andábamos de un lado para otro.

Y algunos japoneses se subieron al tren de nuestro fanatismo: se pintaban la cara roja y blanca, se pusieron nuestro manto sagrado, y algunos hasta se aprendieron canciones de River, las cuales cantaban cada vez con mayor entusiasmo a medida que los argentinos que lo rodeaban le festejaban la hazaña.

                                                                                        Funte: Youtube – Canal Aspirina en pastilla
                                                                                                 Fuente: Youtube – Canal: #Fm6 #Fm25

Pero aún así, como dice el dicho “por más que la mona se vista de seda, mona queda”. Me resultó artificial ese fanatismo. Y creo que de eso los argentinos sabemos mucho, y más cuando hablamos de fútbol. Somos fieles, enfermos, apasionados, desmedidos. Que nos imiten ya nos da desconfianza, y mucho más cuando no son «de los nuestros».

El choripan, vaya y pase. Un pedazo de carne con pan. Pero con los colores de la sangre no.

Son cosas que ninguna economía del mundo podrá comprar, inventar o fabricar. Es algo tan nuestro como único. Por eso no nos entienden, no nos entendían. Pero aún así eso contagiaba. Y meter eso tan desordenado, tan descontracturado y puro en medio de una rutina ordenada, contracturada, y de felicidad material y artificial, fue una linda e interesante mezcla.

Japón me dejó mucho más que una aventura inolvidable. Fue un intercambio cultural y simbólico. Un verdadero choque de culturas. Ellos tan ellos y nosotros tan nosotros. Fue lindo perderse, putear(se), no saber qué comer ni cómo hacerse entender. Fue interesante por momentos no entender nada ni saber como funcionaba tal o cual cosa. Fue insuperable aprender algo nuevo todo el tiempo. Perder los miedos no es más que abrirse al mundo, dejar que los sentidos sean verdaderos sentidos y que ayuden a captar la magia que puede haber en cualquier cosa por más insignificante que un prejuicio la pueda hacer parecer. Creo que solo de esa forma un viaje puede ser maravilloso. A lo mejor tuve que irme lejos para darme cuenta de ello, para darme cuenta de que viajar es mucho mas que subirse a un avión.

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