CARNET DE VOYAGE

BUENOS AIRES: «PARA EL SOLITARIO, UNA PROMESA»

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Texto y Fotos: Silvia Datteroni

Echar raíces en algún lugar siempre ha sido un gran desafío y lograrlo un enorme privilegio. Arraigarse en una ciudad, por elección o por necesidad, es entender su geometría, apoderarse de su perspectiva, colmarse con su latido; quiere decir reconocerse en sus atascos y a la vez sentirse a gusto mirando por la ventana cuando anochece.
El verano pasado visité Buenos Aires, una ciudad que permitió a mucha gente echar raíces, haciendo de su geometría un hogar para muchos y de su latido un sonido coral.
Todos conocemos el pasado migratorio de esta ciudad, una ensenada generosa del Río de la Plata, vientre fertil y acogedor para muchos europeos que atracaron a su orilla. Lo que se originó fue algo asombroso. Una rica contaminación intercultural que afectó los cimientos de su estructura social.

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Buenos Aires “C’est Paris” – dicen unos diplomáticos franceses paseándose por Calle Alvear, mirando asombrados unos edificios de estilo haussmannien. Y la ciudad es París por la mañana, en las cafeterías, cuando el desayuno se transforma en un simpático petit-déjeuneur servido con medialunas de manteca que huelen a bohemia y saben a paseos melancólicos por el Sena.

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Pero Buenos Aires es Italia también. Es Italia en cada esquina, donde el pizzaiolo hace alarde de una pizza auténtica cocinada como en Nápoles. Es Italia cuando los porteños tienen fiaca en lugar de pereza, cuando se van al laburo y no al trabajo, cuando arriban pero no llegan. Y en principio fue Génova, en el barrio de La Boca, donde el pescador xeneize (genovés), ya mayor y rendido, se entretenía con sus compatriotas en los conventillos, añorando su ‘bel paese’ frente a un fogón. Cuanto barniz gastado para pintar la chapa de hierro de su casa, la paradójica metáfora de su pobreza hoy en día convertida en el principal destino turístico de la ciudad (El Caminito).

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Sus barrios son un caos de culturas, una burbuja heterogénea de razas y religiones. Yo anduve un tiempo por esas calles, observando la magnitud de una ciudad que supo hacer de un crisol de razas su especificidad y su fuerza.
“Buenos Aires tolera asimilando” – me dijo una cocinera judía en Balvanera, en el barrio Once. Y es totalmente cierto. En esta misma tierra descansa el duelo universal de los judíos y la deshonra de los alemanes, sentimientos absolutos que se rehabilitaron apaciguándose bajo el cielo rioplatense.
Cuantas novelas y poemas sobre la patria de muchas patrias. Cuanta literatura intentando abordar una sociodiversidad chocante que solo se entiende frente al Hotel de Inmigrantes, una maquinaria poderosa que funcionó como centro de acogida a principios del siglo XX. Llegaron barcos, cofres, países y con ellos historias, cartas y tradiciones, desde muy lejos. Hubo miedo y esperanza. Buenos Aires proporcionó una alternativa.

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J. L. Borges decía que «son también la patria – las calles». Pues las calles de Buenos Aires son muchas banderas y muchos idiomas; cambian según la circustancia y época y redefinen espacios urbanos. Cuentan la historia de Argentina a través de su toponimia. Como en 1982, después de la Guerra de las Malvinas, cuando entre calle San Martín y Av. Del Libertador no hubo más una Plaza de los Británicos sino la Plaza Fuerza Aérea Argentina; no hubo más una Torre de los Ingleses sino la Torre Monumental.
Y ahora… ¿cómo se visita una ciudad así? Pues no se visita, se vive. Se vive empapándose de sus contradicciones, respirando su aire cosmopolíta, disfrutando de su alegría. Se recorre de lado a lado, de Palermo a Flores, de Mataderos a Almagro, viendo cómo se mueve, y vos con ella; de las galerías cool y antiguallas de San Telmo, a la más alta expresión de la arquitectura moderna en Puerto Madero. Buenos Aires se balancea en sus extremos y uno tiene la sensación de estar caminando por la mitad de un tablón entre dos ventanas, con vértigo y sin poder entender mucho, como Talita suspendida al vacío entre Trevelez y Oliveiro, entre América y Europa, entre un presente-presente y un presente-pasado (J. Cortázar, Rayuela 41).
Sentado en la barra carcomida de un boliche, Goyeneche llora sus penas de amor. Con una copa de vino porto en la mano, entona ‘La última curda’, alimentándose de una nostalgía atávica, tipicamente porteña.
La escena vuelve a mi cabeza, una y otra vez. Es mi forma de asimilar un sentimiento que me aturde, algo que no sé nombrar, tan ajeno cuanto familiar. Algo que quizás llamaría Buenos Aires.
¿no ves que vengo de un país / que está de olvido, siempre gris, / tras el alcohol?…

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