Por Maca Constantini
Fotos: Mariano Barrientos
Recuerdo aquellas temporadas en las cuales nos agradaba asistir a ciertos lugares oscuros y poco transitados donde el perfume de los días quedaba arrinconado en eso que los locos llaman esperanza.
En un mundo donde el pecado era la estupidez, nos quedábamos atónitos ante alguna respuesta inteligente y nos provocaba ira cuando cualquiera de nosotros daba un paso atrás y gritaba que paren, que algo no andaba bien, que para qué seguir dándole vueltas al asunto. Claro que el juego terminaba ahí, pero a los pocos minutos se oían lagrimas ajenas llenas de contento, y en consecuencia unos contra otros apretábamos las manos y los muslos hasta sentir dolor.
Conocíamos esa sensación: tres o cuatro días de golpe, drogas, sol, no dormir y liquidar todas las reservas de adrenalina…una especie de subida tambaleante que significaba que el derrumbe estaba cerca, que ya llegaba.
Y eso, naturalmente, sucedía. En cada amanecer sobrevenía una verdadera tristeza, algo así como una amenaza desde el tiempo y para el tiempo. Desde el mundo y el silencio.
Claro que también vivíamos nuestra cuota de felicidad duradera, que traspasaba tardes/noches enteras de nieve y luminiscencia dentro de los bosques cuyas hojas de los árboles susurraban desnudas que tenían frío, que las flores, que el miedo.
De vez en cuando dormíamos. Y soñábamos toda la noche que en la ciudad había grandes fiestas y nos invitaban.
De todos modos no nos apenaba ser tan pobres, porque sabíamos dejar recuerdos sueltos en el aire, entre alegres gritos, y ellos andaban por el medio. Cuando atrapábamos alguno nos encargábamos de acariciarlo muy despacio para que no se ponga triste, no iba a ser que por poco nos fallara.