El título de este artículo es deliberadamente ambiguo: por un lado, podría definir a este texto según el medio en el que es publicado; por otro, en una segunda lectura, remitir a la idea de que las palabras que intento volcar aquí provienen de ese lugar caótico y misterioso que nos revela como individuos.
Estoy próximo a cumplir las Bodas de Plata con mi analista. Fueron veinticinco años de amor, odio, indiferencia, abandonos, regresos e infidelidades, a los que podría sintetizar – no por casualidad- con el nombre de uno de los pasajes más trascendentes de la literatura cristiana: pasión, muerte y resurrección.
La pasión, en el contexto de los evangelios, no tiene una acepción tan amplia como en el uso corriente. Se refiere particularmente al sufrimiento de Cristo. Y no parece posible que, al menos en muchos tramos de un psicoanálisis, se pueda evitar el sufrimiento que nos hará morir más de una vez y resucitar otras tantas.
A pesar del tiempo transcurrido sobre el diván, el Inconsciente sigue siendo para mí una entidad tan imprecisa como la existencia de Dios. Gabriel García Márquez decía que pensar en la existencia de Dios le resultaba tan desconcertante como pensar en su inexistencia.
A mí me pasa lo mismo con el Inconsciente, que se presenta a mi entendimiento como un dios borroso y escurridizo, que sólo se muestra con intermitencias a la luz de una cerrada credulidad a la que llamamos fe. Pero su hábitat natural parece ser las sombras, las de nuestros rincones más oscuros.
La contradictoria afirmación de que ese otro ser somos nosotros mismos es perturbadora. Implica concebir la idea de que alguien desconocido es la versión auténtica de uno mismo. Que lo más genuino de uno a veces no es un dios sino un diablo –al fin de cuentas, otra forma de deidad- que en ocasiones decide decir a viva voz eso mismo que uno había decidido callar; o que ha mandado un mensaje cifrado a través de un sueño que no pocas veces se extravía en los archivos de la memoria y sin embargo permanece en nosotros en las horas siguientes en forma de sensaciones imprecisas.
“El médico de Viena nos ha embaucado a todos”, me he dicho decenas de veces durante estos veinticinco años de análisis. Es que me sigue resultando difícil aceptar la idea de que el auténtico deseo de un individuo suele alojarse, dormido, entre los pliegues más sombríos de nuestra esencia. Despertarlo puede demandar un esfuerzo de muchos años que a veces se parece a la paciente tarea de despabilar a un chico que se hace el dormido para no ir al colegio.
Es inquietante pensar en la posibilidad de que quien escribe estas palabras -en caso de que tuviera cabida la segunda lectura que propone el título de este artículo- fuera esa entidad intrínsecamente esquiva que, no sin cierta arrogancia, insiste en ser dueña de la verdad –mi verdad- que ha decidido salir de las sombras por un rato para sentarse aquí, frente al teclado, a hablar por mí.