Según definiciones usuales, la magia es el conjunto de habilidades con los que se hacen juegos extraordinarios, como hacer desaparecer personas o descubrir cosas ocultas. Y si algo tiene de mágico el teatro es, justamente, su capacidad de entrelazar recursos para dibujar situaciones ausentes o narrar lo que no se puede ver. Acaso gran parte del alma de una obra recae en la decisión sobre qué se muestra y qué se oculta (y cómo, y cuándo).
La Pilarcita hace de esa magia teatral su propia fortaleza. Porque muestra, pero sabe evocar. Porque dice, pero sabe insinuar. Y porque no sólo juega esa intersección como estrategia narrativa, sino que también la convierte en parte central de su trama: los personajes guían sus acciones y palabras por intermitencias entre el tedio de lo que ven y la fantasía de lo desconocido (fundamentalmente, a partir de la dicotomía entre el pueblo y la ciudad, con sus imaginarios y contradicciones). En ese ensamble de imágenes vivas y evocaciones, de texto explícito e implícito, se establece el diálogo con el espectador, que deberá completar con su imaginación, sus recuerdos y sus fantasías los silencios de la trama.
La obra cuenta la visita de Selva (Luz Pazalón, cuyo despliegue escénico va creciendo y termina conmoviendo) a un pueblo correntino en busca de un milagro de sanación. La sanación es para su pareja, Horacio, que aún sin aparecer en escena mantiene en vilo a los personajes. El milagro depende de La Pilarcita, la santita litoraleña que cumple esos deseos desesperados a cambio de ofrendas en forma de muñequitas dormidas: según cuenta un mito popular, en 1917 una niña de cuatro años murió en un accidente de carreta intentando rescatar la muñeca que abrazaba. Desde entonces, su pequeña tumba improvisada al costado del camino se convirtió en santuario, ella en santa milagrosa, su historia en mito y el pueblo en centro receptor de turistas de la fe.
Selva llega entonces al pueblo desde su Santa Fe natal, y con su santa fe a cuestas. Ante el desborde turístico, termina alquilando una habitación al fondo de la casa de Celina (Pilar Boyle), que regentea el improvisado hospedaje junto a su entrañable amiga Celeste (Mercedes Moltedo). Y acaso en esa relación se juega el corazón de la obra: con sensibles y excelentes actuaciones, Pilar y Mercedes nos invitan a espiar esa amistad hecha a base de miradas cómplices, canciones heredadas de la infancia, relatos de amoríos frustrados y la angustia de una inminente separación. La construcción de esa relación de amistad, desde lo pequeño, es uno de los puntos más altos de la obra.
Celina alterna la atención del hospedaje con el estudio: desea ser médica para “hacer algo y ser alguien”; Celeste cose día y noche para terminar su traje de comparsera. Claro: en esas fechas se movilizan las aletargadas existencias de los habitantes del pueblo, y las casas se convierten en hoteles y en tiendas de muñecas, y la peregrinación religiosa en desfiles de comparsas y concursos de canto. A tal concurso llega el hermano de Celina, Hernán (el emotivo Rodrigo del Cerro), cuyas rimas lo convierten en el narrador de la obra. Así como Celeste nos trae mundos que no vemos a través del recurso metonímico, Hernán canta los sucesos “para que no se nos pasen de largo”.
Esa combinación de recursos equilibrada y poética hacen de la dramaturgia y dirección de María Marull el otro punto alto de La Pilarcita; apoyada en una escenografía y vestuarios sencillos y precisos y en la cuidada iluminación de Matías Sendón, que nos hace ver el sol, la luna y sus transiciones, sin ningún apagón. Se siente la humedad, los bichos, el calor. El monte se siente, junto a una lúcida interrogación sobre la diferencia de clases sociales, por más insignificante que esta parezca a un observador externo. El calor apenas tolerable de la recién llegada será, en la piel de los locales, la naturaleza misma de las cosas, el único clima posible.
En su conjunto, nos encontramos con una historia simple pero contada con belleza y gran variedad de recursos teatrales. Una historia que, al fin, nos habla del interior: y no sólo de ese espacio geográfico alejado del ojo porteño, sino también del interior de tres mujeres que exponen ante nuestros ojos sus conflictos y deseos. Para que la magia, el teatro y el mito asomen una vez más en estado de gracia.
Dónde y cuándo. El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960). Viernes 20 h. Octava Temporada
Para quiénes. Para aquellos que disfrutan de las historias sencillas pero profundas y quienes aprecian el teatro que se sostiene en el cuidado de sus recursos básicos: el texto, las actuaciones, la dirección, la iluminación.
Ficha técnica
Dramaturgia y Dirección: María Marull
Actúan: Pilar Boyle, Rodrigo Del Cerro, Mercedes Moltedo y Luz Palazón
Asistente dirección: Sofía Salvaggio
Escenografía: Alicia Leloutre y José Escobar
Iluminación: Matías Sendón
Vestuario: Jam Monti
Canciones: Julián Kartun (música) y María Marull (letra)
Diseño gráfico: Natalia Milazzo
Fotografía: Sebastián Arpesella
Fotos de escena 2016: Mariano Asseff
Prensa y difusión: Carolina Alfonso