Con la colaboración de Sandra Auladell.
Luz tenue y fría que se sostendrá a lo largo de toda la obra. Un sillón como toda
escenografía, a la que se sumará una silla más adelante. Tres actores y una canción:
“Tres ratones ciegos corren por allí.
Persiguen a la mujer del barbero.
Sus colas cortó con un cuchillo de acero.
¿Acaso has visto tu algo así,
como tres ratones ciegos?”
Tres actores que cantan y se mueven en gran despliegue físico: se tocan, se trepan,
se retuercen, se pelean, se divierten. Juegan porque son niños. ¿O porque están
locos? Tres niños-locos que conforme avance la obra serán hermanos, jóvenes,
adultos o potenciales asesinos. Pero siempre hijos. Como en el célebre cuento de
Agatha Christie, la casa se convertirá pronto en una ratonera. Porque allí se ha
cometido un crimen, y habrá que encontrar al culpable.
Así comienza La noche de los asesinos. La coreografía inicial ofrece al espectador
algunos indicios de lo que verá a continuación: niños cuya inocencia parece
diluirse en desequilibrios emocionales, desbordes físicos y fantasías homicidas. En
un clima de oscuridad y encierro que huele a muerte, la particular poética corporal
de los actores se combina con el canto reiterado de los tres ratones ciegos, que nos
anticipa que a ellos mismos les será difícil escapar del ahogo, y que todo puede
volver a empezar: no en forma circular, sino en espirales. Porque en cada nuevo
comienzo, el peso de lo heredado y su inevitable reiteración se transformarán en
creciente desesperación.
El juego de los tres ratones se corta con la abrupta aparición del padre.
– Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?
– Aunque quisiera, no voy a abrir los ojos.
En el paso de la niñez a la adultez el cuerpo explota, se rompe para dar lugar a otro
cuerpo, distinto del anterior. En ese tránsito, la violencia se convierte en un
recurso para hacerse un lugar en el mundo, un medio para construirse a sí mismo,
con correlatos en el plano psíquico: ideas, contradicciones, miedos. Los fantasmas
del Edipo se reeditan en un cuerpo ya sexualizado, de modo que para evitar el
incesto acaso no quede otra alternativa que el parricidio.
La noche de los asesinos pone en escena estas transformaciones del cuerpo y
laberintos de la mente, ese recorrido hacia el momento en que se toma la valiente
decisión de matar simbólicamente a los padres. ¿Qué sucedería si se proyectaran
delante de nuestros ojos lo reprimido, las fantasías ocultas y nuestras pulsiones
más profundas? ¿Es posible representarlas? A partir de estas preguntas, la obra se
desarrollará como un juego psicológico con la violencia explícita como energía
constante. Entre hermanos, que son el reflejo de aquello que se quiere suprimir; de
padres a hijos, que ilustra la crueldad solapada del mundo adulto; de hijos a
padres, que avanza y retrocede hasta estallar. Nos encontramos ante tres ratones
ciegos jugando a la muerte, y jugándose su propia libertad.
La familia de la calle Apodaca está compuesta por la ingenua Beba (Ana Luz Furth),
la obsesiva Cuca (Marina Andrada), el inútil Lalo (Juan Pablo Panebianco) y sus
despiadados padres (Elizabeth Lozano y Eduardo Pérez Bordalejo). Sin embargo, los
actores se desdoblan en muchos otros personajes que completan la trama: vecinos
ante los que habrá que simular normalidad, policías que investigan el crimen, jueces
que buscan al culpable. Un desafío exigente que demanda un espectador activo,
atento a las transiciones del relato y muy bien resuelto desde el trabajo físico de los
cinco actores, que ponen su talento –y sobre todo, su cuerpo- al servicio de la
historia. A esta propuesta se suma el trabajo silencioso y fundamental de Sofía Gatti,
que marca el clima con su diseño de luces, y el vestuario de Rocío Rodríguez Planes.
El equilibrio de todos estos elementos es acierto de la dirección de Florencia Laval,
que hace que la atención del público siempre esté sobre sí mismo, al cuidado de sus
propias identificaciones, reacciones y emociones. “No se puede salir”, dice uno de los
personajes, y es lo mismo que por momentos sentirá el espectador: un clima de
agobio del cual no será fácil escapar. Cuando parece necesario que la violencia dé un
respiro, que esos niños maticen su crueldad con inocencia o los padres con un dejo
de sensibilidad, la obra redobla la apuesta y profundiza en la oscuridad de la trama.
“Yo quería vivir, hacer cosas por mí mismo”, confiesa el asesino. Quizás todos los
personajes y también “los de afuera” -incluido el público-, estamos desde un
comienzo en los laberintos de su mente. “Gritaban, me castigaban, me golpeaban –
agrega-, querían que me muriera”. Sus palabras revelan que, desde la psicología al
teatro, han sido más exploradas las fantasías parricidas de los niños durante el salto
a la adultez como necesario correlato edípico que los velados deseos filicidas de los
padres. Y allí radica la incomodidad de la pregunta, que la obra no esquiva: ¿quiénes
son los asesinos esta noche y a quién -o a quiénes- le sirve esa muerte? La respuesta,
acaso, la dio el padre ante la confesión ardiente de uno de sus hijos.
Dónde y cuándo. Actor’s Studio (Av. Díaz Vélez 3842). Sábados 20 hs.
Para quiénes. Para espectadores activos, que se arriesgan a ser interpelados por el
juego teatral y admiten llevarse más preguntas que respuestas.
Ficha técnica
Autor: José Triana
Idea y Dirección: Florencia Laval
Actúan: Marina Andrada, Ana Luz Furth, Juan Pablo Panebianco (los hijos);
Elizabeth Lozano y Eduardo Pérez Bordalejo (los padres)
Asistente dirección: Judith Höfferle
Diseño de vestuario: Rocío Rodríguez Planes
Diseño de imagen: Georgina Colman
Diseño de iluminación: Sofía Gatti
Realización de video: José Romero Sineiro
Fotografías: Lucas Suryano
Producción ejecutiva: Pina Spena
Producción general: Hay Equipo