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ESCRITOR FRACASADO Actuación: Diego Velázquez – Dirección: Marilú Marini – Por Dra. Raquel Tesone

Fotos: Créditos: G. Gorrini / M. Cáceres

Esta obra es inconmensurablemente grandiosa desde todo punto de vista. Empezando por el relato totalmente contemporáneo de Roberto Arlt con una adaptación de Marilú Marini y Diego Velázquez que le conceden aún más, un toque de total actualidad con guiños hacia el público que nos hacen saltar a carcajadas de la butaca. Si a esta narración le sumamos el formato teatral de monólogo – o mejor dicho, casi un diálogo con los espectadores – donde Diego Velázquez despliega todo su talento actoral de la mano Marilú Marini, el producto final es extraordinario. Ya éste reconocido actor dio sobradas muestras de cómo los personajes de Arlt le quedan a las mil maravillas al momento de encarnar al más conocido de los  personajes de Arlt: Erdosian en Los siete Locos y Los Lanzallamas para en una adaptación para la Televisión Pública en el año 2015. Esta obra teatral lo termina de consagrar como un actor con una potencia escénica múltiple: perfecta dicción, gestualidad, manejo de la comunicación pre-verbal y, me quedo corta. Se hace evidente que ésta interpretación magistral le ha implicado a Diego internarse en las características psicológicas de este personaje para poder encarnarlo a fondo. La  dirección de Marilú Marini, quien se estrena y se luce en su rol de directora, consigue que el protagonista despliegue con todos sus recursos – hasta canta una canción que nos hace destornillar de la risa – y además, hay una puesta en escena que es inmejorable. La escenografía integra diferentes espacios y está a medio terminar, y el personaje aprovecha para ironizar con humor que “nos pasó lo mismo que con la fachada del Cervantes”. Teatro inteligente que hace crítica desde adentro y que pone en representación las contradicciones de nuestra argentinidad.

Diego Velázquez posee una destreza absoluta en el dominio de la expresión de su cuerpo, manejo total de la utilización del espacio escénico tanto como del componente gestual, su mirada y sus pausas discursivas poseen una fuerza teatral impresionante. Esto imprime a la obra una singularidad que pocos monólogos tan eruditos logran, esa especie de “intercambio con el público” que, rompiendo la cuarta pared, nos introduce en el mundo interno de un personaje muy excéntrico y culto.  El uso de los silencios nos hace ingresar como espectadores es una suerte de ida y vuelta con sus reflexiones. Instalado en su personaje antes de comenzar la obra, sostiene la atención constante de los espectadores desde que ingresamos a la sala, nos recibe, saluda, se ofrece para que nos saquemos fotos con él, posa, y hace alardes de un divismo peculiar y de la seducción envolvente que caracteriza al protagonista de esta historia. Es así como empieza la obra y continúa con esa particular connivencia con los espectadores, plena de complicidad con su público, toques de humor ácido e ironía arltiana y refinadamente poético. Tanto es así que logra capturar nuestra atención, y nos hace ir siguiendo el hilo de un discurso muy complejo por las reflexiones que dispara y consigue en algunos momentos que estemos tentados de contestar a sus planteos, sobre todo cuando se produce un silencio provocador en su relato mirando al público desafiante como si estuviera esperando una respuesta o pensando conjuntamente con los espectadores.

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La obra trata de un escritor que ha escrito un solo libro que le ha generado un grave problema: el haber sido un “éxito” que no pudo superar, pues, luego de escribirlo, su musa inspiradora se le escapa. ¿Cuántos escritores han realizado una sola obra que los inmortaliza?  Emily Bronte, con “Cumbres borrascosas”, considerado deprimente en su momento, fue mucho tiempo después uno de los libros más vendidos y hasta llevado al cine, tanto como la escritora Margaret Mitchell con el famoso “Lo que el viento se llevó” que fue su único libro escrito pero en su caso, sí llegó a ser reconocido y hasta recibió el Premio Pulitzer, sólo por nombrar dos de los libros que no paran hasta hoy de ser célebres y de venderse. Entonces, Artl se pregunta y nos interpela: “¡¿qué significa escribir bien o mal y a qué llamamos “éxito” o “fracaso”?! Parece que en la actualidad el barómetro, tanto en la literatura como en el universo del arte, lo mide el mercado y los medios de des-información.  Esta falsa antinomia entre el éxito y el fracaso es transmitida desde nuestra más tierna infancia a partir de nuestros padres, nuestras instituciones escolares que apuntan al resultado y no al proceso y a nuestros educadores que se someten a éste sistema educativo. ¿Acaso, sería un fracaso padecer ese momento de página en blanco o de aparente falta de inspiración? Ese blanco tan temido por los escritores puede ser tanto fuente de una  enorme frustración y hasta una total parálisis, o bien puede ser la antesala de una fertilidad creativa. Claro que para que esto último se produzca, hay que bancarse el agujero, como diríamos con ironía los psicoanalistas que sabemos que ese vacío es el tramo ineludible a transitar y que antecede todo acto creativo. En el lugar de la falta aparece la re-presentación como primer paso al pensamiento.

“¿Para qué afanarse en estériles luchas si al final del camino se encuentra como todo premio un sepulcro profundo y una nada infinita?”, nos dice Arlt, intentando mostrar que la lucha justamente es un intento de dejar una huella en la historia para que esa nada infinita se colme de textos eternos. Arlt, un escritor autodidacta quién fue descalificado por no pertenecer a la “raza pura” de escritores académicos, y pese a ello, no fracasó, no por haber sido reconocido como lo merecía – ya que en esta obra satiriza a aquellos personajes de la casta de literatos que lo denostaron – sino porque nos dejó libros que lo inmortalizaron. Sus obras destacan la hipocresía social y cómo la mirada del otro puede impotentizar a quien no está preparado para recibir “el amargo salitre de envidia”. Esa misma envidia se  vuelve contra sí mismo y contra los escritores “exitosos” y lo termina torturando por dentro. El protagonista hace intentos fallidos por volver a escribir luego de dos años de no poder, y llega a esta conclusión: “nada más estúpido que el trabajar sobre una obra en la cual el primero en no creer era yo”.

La polisemia del discurso arltiano nos permite realizar múltiples interpretaciones relativas al universo del arte, de la literatura, de nuestra sociedad y cultura, y hasta de la vida misma con una buena dosis de ironía y de sentido del humor.

Si como pensaba Borges, un escritor se mide por lo que lee y no por lo que escribe, podríamos pensar que Arlt fue un gran lector y por ende, un eximio escritor. En ruptura con las convenciones culturales de su época, fue un visionario de los malestares actuales. Arlt lo sabía y él mismo consideraba su obra atemporal.

Esta pieza teatral es un verdadero homenaje a Roberto Arlt, quien es sin duda, uno de los mejores escritores argentinos, y a mi criterio, el mejor en cuanto a su originalidad y su poética narrativa.

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