El arte de la interpretación de la vivencia
Por Flavia Mercier
Ariel Ardit es un artista que traspasa el escenario, y por qué no, la escena también. Cantor que canta desde la vivencia porque necesita sentir algo que le sea propio para cantar una canción, si no, no puede hacerlo; y así me lo contó en la entrevista que tuvimos justo dos días antes de estos irrepetibles conciertos que TANGO VIVO BARCELONA nos regaló a todos los asistentes.
Una vez ya en el escenario pude comprobar la coherencia de sus palabras y como lo que me contó, ahí se expresó. Supo por encima de todo, conmover para enlazar a cada uno de los presentes, para llevarnos a un detrás de la escena de cada canción. Incluso a un detrás de la escena propio para cada uno.
Así compartió con todos qué le sucede en su inspiración “…hay tangos que uno siente que son para que cante otro, porque eso que la letra cuenta, no le va pasar a uno, le pasa a otro. Hasta que un día uno se encuentra caminando por una larga avenida, la 9 de julio, por ejemplo; y entonces ese tango viene por la vereda de enfrente y te chista. ‘Che, vos’; ‘¿A mí?’, ‘Sí, vos’; y de golpe uno se encuentra que la vida te ha llevado a cantar ese tango que durante tanto tiempo le esquivaste”.
¡Cuánto de los presentes, tangueros, no pudieron evitar remontarse a su propia historia con el tango, y quizás recordar, aquello que decía el gran maestro del bandoneón: ¡“el tango te espera”! Y te espera hasta que la vida tiene una parada justo enfrente de ese tango, o del tango, en un lugar desde dónde resuenan distinto esas palabras, esa música. En mi otra nota realizada en el contexto de TANGO VIVO BARCELONA: “Una función bella,” señalaba que “el tono de la música y de la voz en el tango, esa sonoridad que lo singulariza, da cuenta de un desgarro”. Desgarro que hace eco en otro desgarro que todo sujeto conoce, “aquel que nos constituye como un sujeto en búsqueda siempre del Otro perdido”. Lo que nos revela Ariel Ardit es que hace falta transitar por ciertas vivencias para poder reconocer ese desgarro en otros. Contándonos entonces su experiencia con un tango como “Fuimos”, que hasta que no perdió aquello que más quería no supo cantar, nos hizo eco a muchos de los presentes hasta interpelarnos ¿En qué momento para cada uno se produjo ese encuentro con ese desgarro, el más íntimo, y el tango luego, empezó a resonar distinto? ¿Cuándo la resonancia de una canción se tornó mensaje?
“Pero, ¿Cómo haces para cantar entonces una canción como “Lejos de Buenos Aires”? ¡Una vivencia que no tenés!”, le pregunté cuando me explicó sobre cómo trabajaba. “Porque tengo la experiencia de viejos cantores que me cuentan cómo es vivir lejos de Buenos Aires”, me contesta. Es decir, Ariel Ardit sabe hacer propia la experiencia de aquel otro por el que siente afecto, o por el que se deja afectar. Pareciera que en ese dejarse afectar, Ariel Ardit es capaz de reconocer, ese desgarro/des-arraigo de quien le habla desde el destierro, desde alguna vivencia propia y peculiar. Quizás, y esto podría ser pura especulación, Ariel tiene alguna conciencia de un sí mismo perdido, exiliado en lo Inconsciente, según puedo percibir en su búsqueda por alcanzar una verdad subjetiva como artista. Trasmite que lo que más le preocupa es ser auténtico, genuino con su arte y para su público. Y eso es lo que de alguna manera atraviesa el escenario. Ese enlace que logra entre letra y vivencia, entre desgarro en la voz y musicalidad, entre afecto y canción. Hubo quien dijo que le pudo “ver el alma”.
Ariel Ardit, es también un artista de detalles. Animado por su propia búsqueda como artista de los detalles de otros a quienes admira, pinceladas gardelianas que aprehende de la virtuosidad de Gardel, de los cantores del 40 o del maestro Anibal Troilo – que en sus palabras logra la mejor versión de todos sus cantores-; da el valor de un hallazgo a los detalles. Y se reparte el mismo en detalles para cada uno, con un gesto, una palabra, un chiste o una canción. Los re-parte tanto para quienes le siguen como para aquellos que le mostraron el camino, o para quienes le acompañaron durante un trecho. Se muestra responsable en ese punto de lo que mueve-con su presencia. Cuida con gestos de afecto a los viejos amigos, a los maestros cantores, a la cantante que presenta con gran camaradería para que la veamos como una colega, a aquella mujer en el público a la que encontró en la puerta esperándole durante tres horas antes que empezara el concierto, o a aquella otra de la que supo que al día siguiente sería su cumpleaños, y al pianista que le acompaña y a quien le reconoce que lo hace como si se conocieran desde siempre. Y así va generando un clima de afecto, nos afecta, nos con-mueve, con-ese afecto- nos-mueve.
Y, consciente o inconscientemente, Ariel Ardit logra enlazarnos a cada uno de los presentes, con nuestras ansias y anhelos, para mostrarnos que hay un detrás de la escena de cada canción. Un por qué de la letra, un por qué del desgarro en la voz, un por qué nos conmueve. Y nos mueve, nos transporta, a esa otra escena (la suya, la del otro, la mía).
Y allí estamos, de repente sentados en ese patio que según sus palabras “era el lugar de la casa donde la vida se sentaba a descansar”. Ese patio de su infancia en la que se tejieron muchas de las vivencias que justifican al artista que hoy nos canta. Y en ese detrás de la escena de “Patio Mío”, nos lleva a un re-conocimiento de esa vivencia del patio, como típica de la idiosincrasia de los argentinos. Y entonces muchos de nosotros nos descubrimos re-sintiendo la nostalgia que a veces nos invade viviendo a miles de kilómetros de distancia cuando vemos esas casas viejas de pueblo, probablemente porque imaginamos el patio que en su interior albergan, imagen que nos trae al recuerdo aquellos otros patios en los que la vida echó raíces para poder crecer.
Y así de la mano, no lleva a ese detrás de la escena de “Nada”, a esa otra escena, en la que nada ya queda de “su” Gabriela, aquel amor de juventud, perfecto en el recuerdo porque como reflexiona Ariel Ardit “los amores, como la vida, cuando uno empieza a vivirlos, empiezan a morirse”, y este amor que nunca llegó ni al decir, nunca a un “vos me gustás”; quedó así inalterable, eterno. Sin embargo, de este amor ya nada queda porque el progreso se “afanó” el último símbolo que de él quedaba cuando remodeló la casa de Gabriela para instalar uno de esos locales donde se paga fácil. Nada de la que Ariel Ardit se aleja cantando “He llegado hasta tu casa… Nada, nada queda en tu casa natal…”, haciendo así que cobre otra significación para cada uno de nosotros esa canción que escuchamos tantas veces, la de las propias pérdidas en estos tiempos de mercado y arrasamiento, en los que, como decía Lacan, “cómo no sabemos lo que perdimos creemos que ganamos”. Y así, lo que se paga fácil se acaba pagando caro. Y perdemos el patio, porque avanza el ZUM y el Deck, y con el patio, esa capacidad de encuentro que permite afectarse de alegría para multiplicar los afectos que hacen del cuerpo más que un organismo, como diría Deleuze, porque ya no hay tiempo para sentarse a descansar.
¡Qué sensibilidad la de este artista para advertirnos de la nada que deja ese falso progreso y para invitarnos a aferrarnos a la música, al arte, como pantalla protectora ante esa nada que precipita la zozobra!
Una sensibilidad que fue por todos percibida. Comentando con otros en la sala, después de sus conciertos, me encontré con una impronta muy fuerte que había dejado Ariel Ardit en todos los asistentes: “Nos hizo sentir como si nos conociéramos desde siempre”. “Supo hacer de cada tango un territorio común en el que todos nos reconocemos”. “Vi un tipo que se subía al escenario con ganas de dar y cuando se bajaba del escenario seguía dando”. “Canta con una emoción extraordinaria”.
Ariel Ardit, un artista con mayúsculas que arma lazo con su público haciendo arte de la vivencia, y sobre todo haciendo algo bello con el vacío que puede quedar después de ciertas vivencias. Belleza que hace borde a ese vacío, a la pura angustia que en él anida, permitiendo entonces que se pueda entrar en el lazo comunitario, cobijo y refugio para habitar en tiempos en los que la nada avanza arrasando la tierra y el propio suelo.