Es sabido que en los pueblos todos se conocen con todos: no hay secretos, ni mucho que ocultar, cuando se ven las mismas caras día tras día. Viví poco tiempo en este lugar del cual les hablo, pero me sirvió para acostumbrarme a los mismos rostros familiares una y otra vez: la bella señorita de los rulos rubios, la pareja de muchachos altos, los cinco hijos de la familia Henderson, la loca de los gatos, y así podría nombrarlos uno por uno. Sin embargo, no había nadie en el pueblo que me intrigara más que el señor Linden. Su casa tenía una apariencia sombría y las cortinas permanecían generalmente cerradas; eran extremadamente infrecuentes las ocasiones en las cuales abandonaba su morada, de modo que poco se sabía de aquel extraño personaje.
No obstante, había un aspecto del señor Linden que todo el pueblo conocía y respetaba, e incluso temía, y era su biblioteca. Esta se encontraba en el cuarto delantero de la casa y parecía tener dimensiones inconmensurables o, al menos, eso se sospechaba desde el exterior, cuando las cortinas se movían algún que otro centímetro, y dejaban la visión allanada al curioso transeúnte. Nadie había tenido la posibilidad de ingresar a la sala de la biblioteca o, por lo menos, eso se creía; por lo bajo se oían algunas teorías que refutaban esta hipótesis.
La población de niños del pueblo había descendido en los últimos años a causa de razones desconocidas: algunos atribuían el problema a la falta de señalización en los caminos aledaños al pueblo, lo que hacía que los niños salieran a jugar por las zonas cercanas al pueblo, pero luego no encontraran el camino de regreso. Otros más osados atribuían esta tendencia a la conciencia pecaminosa de los pequeños, que sin ningún tipo de resguardo correteaban desnudos por los parques, mezclados sin miramientos niños con niñas. Desde mi punto de vista, ésta era una teoría poco sustentable. En contrapartida, una teoría que venía ganando terreno en el pueblo en el último tiempo era la idea de que algo extraño sucedía con la biblioteca del señor Linden: en la casa de la familia Williams, una de las hijas rubias había desaparecido hacía una semana, y su hermano, que supuestamente estaba jugando con ella ese mismo día, apuntaba a la biblioteca, pero de manera poco clara, ya que se negaba a hablar del tema con sus padres.
Los padres de la niña, al igual que el resto de los habitantes del pueblo, se encontraban desesperados, por lo cual decidieron reunir al pueblo en la plaza principal para marchar hacia la casa del señor Linden en busca de explicaciones. El viejo ermitaño tenía que saber dónde estaba la niña, y podía llegar a tener datos acerca de los demás niños desaparecidos en el pueblo. La muchedumbre alborotada marchó, antorcha en mano, y se detuvo ante la tenebrosa puerta de la casa. A pesar de los gritos, el señor Linden no apareció. En un acto de furia, los habitantes del pueblo tomaron las hachas y los palos que traían consigo, y derribaron la puerta de la casa para poder ingresar.
El interior de la casa era aún más escalofriante que el exterior: el lugar se encontraba totalmente a oscuras, estaba sumamente sucio y, al caminar por el interior, uno tenía que esquivar libros despedazados que se encontraban desparramados por el piso. Todas las familias que habían perdido alguno de sus niños buscaban ansiosamente a través de los cuartos pistas acerca del destino de sus pequeños. Algunos creyeron identificar ropa perteneciente a sus hijos, en un cuarto trasero de la casa, en el cual también había libros extraños con ilustraciones tenebrosas y algunos cabellos enredados. Sin embargo, ningún niño respondía a los gritos desesperados de los padres.
La muchedumbre agolpada en el interior de la casa comenzaba a perder la esperanza de encontrar algún niño perdido allí. Aproveché la posibilidad para dirigirme al cuarto delantero, en el cual supuestamente se encontraba la biblioteca, esa magistral biblioteca de la cual tanto había oído hablar durante mi corta estadía en el pueblo. Las estanterías llegaban al techo, bordeaban todas las paredes del cuarto y se encontraban abarrotadas de libros, en una especie de tela araña interminable. La cantidad de libros era abrumadora. Me acerqué y comencé a leer algunos títulos, pero para mi enorme sorpresa, todos los títulos de los libros eran nombres propios: Catherine, Lucy, Daniel, Mark, y así hasta el cansancio. Intrigado, tomé uno de los libros que me llamó la atención. Tenía el lomo amarillo y letras bordadas que formaban el nombre Lisa, el mismo nombre que la hija de los Williams. Lo abrí y, cuando comencé a hojearlo, me encontré con la obra más aterradora que jamás haya leído en mi vida. El interior del libro estaba conformado por ilustraciones de la pequeña Lisa gritando de miedo, pedidos de auxilio desesperados de la joven y más ilustraciones de una suerte de red que la envolvía y la absorbía hasta convertirla en parte del libro. Pelos rubios colgaban de las letras rojas que lloraban a gritos una escapatoria. Aterrorizado, solté el libro y salí gritando de la casa con todas mis fuerzas: “¡Es Lisa, está en el libro! ¡Se la tragó el libro, es Lisa!”.