Esta compleja y excelente novela del año 1969, está compuesta por cuatro capítulos que bien podrían ser cuatro cuentos. Esta novela está narrada en primera persona y en tiempo presente, lo que nos permite vivir, padecer y sentir lo que transita cada uno de sus personajes.
Si bien no existe un hilo conductor sino diversas derivas, el contenido manifiesto es un crimen. Se trata de cómo éste crimen ingresa en la vida de un escritor advenedizo, de un jugador compulsivo, de un juez y de un obrero, este último, se sabe, es quien comete el asesinato. Para algunos de los personajes, este crimen funciona como una suerte de paisaje, para otros, es un trabajo a resolver, un deber ser”, y podríamos decir, un acto necesario. En esta línea, cada final, cada uno de los capítulos, es un cachetazo a lo esperado.
Lo impresionante de esta novela y de Saer en general, es su capacidad para manejar los contrastes; en casi todas las páginas están presentes los colores intensos que parecen a veces figura, y a veces fondo, siempre bajo una llovizna gris e incesante de relatos potentes, que también operan como marco, como contexto y como eje que resignifica lo que sucede. Sus personajes oscilan entre ir hacia un rumbo fijo y el estar a la deriva, y lo llamativo es que estos elementos no aparecen como oposición sino como coexistentes en un contraste que lleva de la mano al lector.
Sus protagonistas no se buscan ni se encuentran, simplemente están, son paisaje y escenario principal al mismo tiempo, hay azar y contingencia. Habitan en un pueblo que no sabemos cuál es pero que tiene sus avenidas, su Plaza de Mayo, sus tribunales y su río.
Con algunas alusiones a la caída del peronismo, Cicatrices, muestra que de las heridas no siempre se tiene conciencia y hasta pueden llegar a estar naturalizadas, convirtiéndose uno en un paisaje de sí mismo, al tiempo que, tal vez y sin saberlo, marcan de manera indeleble cada experiencia humana.