Un grito de El Deseo.
Por Flavia Mercier
Corresponsal en España
Un estreno de Pedro Almodóvar se ha ganado ya el estatuto de acontecimiento. A nadie le resulta indiferente. Éste en concreto fue el mejor estreno del cine español en lo que va del año, acompañado de muy buenas críticas, incluso de aquellos críticos que en los últimos años habían sido implacables con los últimos estrenos de Almodóvar, y en esta ocasión, han podido destacar más de un pasaje de la película.
“Dolor y gloria”, describe el ocaso de un director de cine que saboreó la gloria y que hoy enfrenta los dolores físicos y del alma que las cicatrices de los episodios ‘no tan bien vividos’ de su gloriosa vida, le han dejado. Recuerdos ante los que el protagonista no triunfa en su intento de sepultarlos en los confines más recónditos de la memoria. Lo negado siempre se empecina en retornar una y otra vez -como sabemos los que nos admitimos como sujetos del Inconsciente-, hasta que hacemos algo con ello: una película, por ejemplo.
La película se construye así de ‘pasajes’, testimonios del precio pagado por vivir, para cruzar de un lugar a otro de sí mismo, para pasar de un estar a un habitar, de un ser a un construir, narrando el momento de una elección. Elección a veces tomada ‘sin elegir’ a conciencia, dejando que algo ocurra o transcurra. Ese punto de quiebre o de inflexión en el que el haber elegido lo otro, hubiera resultado en otra vida y por lo tanto, en otro protagonista. Pasajes que proyectan mucho más que lo que muestran, que cuentan mucho más de lo que dicen, que no es poco, porque cada pasaje se cierra con algo que decir. Algo se escribe en la narración de cada uno de estas escenas para que luego haya algo que decir: “Te he fallado simplemente por ser como soy”, …, “El amor no basta para salvar a la persona que quieres”. Impresionantes decires, claramente del orden de lo aprendido y de lo ‘aprehendido’.
Y así la película discurre dejando impresiones o improntas con las que cada espectador elegirá con cuál quiere o puede identificarse, quizás incluso con más de una de estas imágenes que quedan reverberando en el Inconsciente, y que podrían ser desarrollada cada una como una película en sí, la película que cada espectador se pueda hacer. Ese es el acierto absoluto e indiscutible de la filmografía de Almodóvar: su efecto de sentido diferente en cada espectador. Y en ese punto la película puede incluso interpelar sobre lo que le podríamos hacer a nuestros hijos cuando les imponemos nuestros anhelos con la leche templada, como dice Serrat. O lo que podríamos hacer a quienes nos aman cuando les imponemos nuestras cobardías para enfrentar nuestras debilidades, cargándolos con el peso, las consecuencias, de lo que sólo nosotros deberíamos responsabilizarnos subjetivamente. O lo que podríamos hacer a quienes nos admiran cuando los hacemos víctimas de nuestro narcisismo. Obviamente Almodóvar no traiciona a su público y aborda el mundo de las pulsiones, con esa singular belleza con las que las ‘abrillanta’ para poderlas ofrecer a la mirada.
Hay en ese sentido un juego de espejos constantes en cada pasaje entre la mirada del niño o el joven que fue y el que ahora vuelve la mirada y vuelve a mirar desde otro lugar, al hecho, a los personajes y a sí mismo. Como le dice el personaje que encarna Cecilia Roth, en lo que casi parece un ‘cameo fetiche’: “Son tus ojos los que han cambiado, la película es la misma”. Y así vemos cómo en cada vuelta de esa mirada sobre sí, al final el sujeto gana para sí la com-pasión como última pasión para consigo mismo. Hace las paces con aquel que les falló a los que amó. Es decir, hace las paces con el otro de sí.
Del reparto de actores destacó una Penélope Cruz simplemente tremenda, transmitiendo entre gestos, miradas, andares y tonos, la plenitud de matices que puede adquirir la polisemia de la palabra arrolladora como calificativo de fuerza en una madre. Transita la pantalla como una madre que ‘des-viviendo-se’ por “sacar adelante a su hijo” -como dice su alter ego de la vejez, encarnado por una exquisita Julieta Serrano-, carga con el peso de lo que calla, pero ve, y a pesar suyo transmite en cada mirada.
Destaca también Asier Etxeandia que magistralmente nos hace creer que podría haber encarnado cualquiera de los personajes de la primera época de la filmografía de Almodóvar, y que es el responsable de hacer la catarsis del episodio más doloroso del protagonista, justo cuando alcanzaba la gloria, y que infructuosamente ha intentado olvidar. Catarsis atravesada por un apoteósico “Quiero” entonado por Chavela Vargas cuando suena “La noche de mi amor”. Todo ‘un grito’ de ese atormentado sujeto atrapado en ese dolorido cuerpo, que todavía está vivo y todavía desea. Grito como el de la obra de Munch que emerge de las entrañas para que lo más íntimo de ese sujeto pueda ser reconocido, ante todo por él mismo.
Un Leonardo Sbaraglia entregado a su personaje, que no se escatima un ápice en lo que éste le pide para mostrarse recorrido por una peligrosa atracción al riesgo, lanzado a precipitarse y a precipitar al otro consigo. Resulta tan auténtico en la pantalla que logra convencer en que para él es como si fuera ayer, a pesar de los años y los dolores sufridos.
Y finalmente, un Antonio Banderas excelso en mostrarse entre contenido y reprimido, permitiéndonos intuir que ese cuerpo está tan dolorido no sólo por la operación que dos años antes “le inmovilizó aún más la espalda”, como su personaje dice, sino por la culpa y el miedo. Banderas se muestra como atrapado por un corsé de culpa y miedo. Culpa por lo que no pudo, y además debe asumir que ya no podrá. Miedo, horror, ante el vacío de ya no poder rodar. “Si no escribes ni ruedas, … ¿Qué vas hacer?”, le dice el personaje de Cecilia Roth dimensionando la eterna profundidad de ese vacío. Pero un corsé del que el personaje sale con una decisión de no continuar huyendo y enfrentar lo que teme y le angustia. Y ahí ‘re-cobra’ para sí la función más noble de la escritura, después de haber intentado escribir para olvidar. Ahora la escritura es la posibilidad de borrar aquellos contenidos mortificantes de sus memorias para darles vida extrayendo de ellas lo verdadero de lo aprehendido.
Y así llegamos a una gran escena final en la que Almodóvar devuelve al espectador el interrogante que éste le ha querido hacer al director durante toda la película: ¿Cuánto tiene de autobiográfica la película? La respuesta queda en la lectura que quiera hacer cada espectador de esa escena final.