En el marco de Sala Beckett Obrador Internacional de Dramaturgia, de Barcelona, Rafael Spregelburd dictó un curso en Noviembre de 2018, titulado “Arquitectura para la catástrofe”. El curso mostró cómo hacer una dramaturgia, que, sin llegar al teatro del absurdo, se construya contando con lo inesperado, lo azaroso, lo contingente: el elemento catastrófico. Recién llegado de Barcelona, Rafael Spregelburd recibe el encargo, junto con otros dramaturgos latinoamericanos, de escribir una obra que reflexione sobre la situación en Brasil con el ascenso de la extrema derecha al poder tras las últimas elecciones. Viene entonces a su recuerdo uno de los ejercicios actorales y de composición dramatúrgica realizados en aquel curso de Barcelona y al que Rafael Spregelburd ya venía dándole vueltas para escribir una nueva obra. Escribe entonces Pinacoteca, una obra que muestra cómo se entrecruzan los distintos discursos de la época de forma casi inesperada, pero dándose todas las coincidencias, casi como en una conspiración del azar, para conducirnos a la tragedia, según la connotación fatalista con que acuñaron este término los griegos.
La catástrofe es aquello que irrumpiendo por fuera de la linealidad de un texto organizado con la lógica de causa-consecuencia, irrumpe en la trama planteando cuestiones hasta ese momento irrepresentables e innombradas, y desbarata la escena. A partir de esa irrupción del orden de lo real, toda otra historia, sobre todo toda otra trama pueda construirse. Que acabe en tragedia con el sentido fatalista que le dieron los griegos a esa palabra, o en comedia, dependerá de la multiplicidad de sentidos que este elemento catastrófico dispare. Se crea así una ilusión de vida que hace que la ficción se perciba por el espectador, más parecida a lo real; porque de lo real siempre puede brotar un elemento catastrófico, nunca se sabe lo que puede pasar.
Es tal la potencia que Rafael Spregelburd le supone a la catástrofe para dar vida a una dramaturgia punzante, que pide a los actores que ante la emergencia de ésta en escena, no corran a reparar el problema, sino que lo tomen y hagan algo con eso. En este aspecto, Rafael a la manera de un psicoanalista, no apunta a la resolución de problemas, sino a su despliegue, ya que desde el psicoanálisis el síntoma es un indicador de un conflicto inconsciente, por lo cual, se lo indaga para saber qué dice y en qué se sirve de éste el sujeto.
Algunos de los ejercicios del curso fueron precisamente destinados a adquirir ese savoir-faire (saber-hacer), disparando todo tipo de problemáticas inesperadas en escena. Uno en concreto, resultó en una escena muy bizarra entre un millonario aburrido y frustrado (Lucio) porque había comprado una obra de arte que a nadie le interesaba y no venían a verla, y su empleado (Fred), quien se limitaba a cumplir con su trabajo de amigo a sueldo llamando a gente para que venga a verla -cualquiera y prometiendo lo que hiciera falta-. Además, se acoplaron a ésta escena, el espíritu del cuadro que pedía a gritos que lo miraran (Hekatherina) y la obrera (Mariel) que aceptando la invitación de Fred venía a la muestra porque había canapés. Sobre la base de esta escenificación Spregelburd escribe Pinacoteca.
Tenemos entonces, por un lado, a la obrera que ante todo sólo quiere comer, porque necesita comer, y no está para reflexiones o ejercicios de pensamiento. Interpelada respecto de la obra que fue invitada a ver, dice:
Mariel: Yo… no tengo una opinión formada. Yo vine por los canapés.
(…)
Hekatherina: ¿Qué no sabés, conchuda? ¡Mirá cómo vibro! ¡Soy una explosión de color, soy la tinta sin mejor rumbo, la tinta derramada de la angustia de un pintor que sólo tenía dos dimensiones para hacer entrar su alma en pena! ¡Mirame! ¡Dame esa chance! ¡Llorá una lágrima por mí, por nosotros, por los fantasmas!
El fantasma de la obra la culpa por no mirarla, por ignorarla, hasta por su ignorancia, cuando es la sociedad -la que construimos entre todos-, quien la apartó a los márgenes de la precariedad.
Según Freud, el arte brinda satisfacciones sustitutivas para las renuncias pulsionales a las que la cultura obliga. Renuncias sin las cuales como decía Hobbes el ser humano sería un lobo para otro ser humano. Sin embargo, como el mismo Freud señala, esas satisfacciones suelen estar reservadas para un círculo cultural, e inaccesibles para el gran número de personas que son reclamadas para ceder su plus de trabajo sin opción a gozar de los bienes de esa cultura -entre ellos, la educación y el arte-; o que disfrutan de los mismos en medida bastante escasa. Es una consecuencia por tanto, bastante directa de esa opresión, el que experimenten una falta total de interés por esa cultura -o incluso hostilidad- al punto que les resulta ajena, o indiferente. Ante todo, deberíamos al menos preguntarnos si hay allí un sujeto que pueda apreciar el arte o la cultura, donde no hay un sujeto de derecho. Es evidente que no está asegurado.
Ahí tenemos entonces al burgués de izquierda -vaya contrasentido-, con una falta total de mirada a la realidad de la obrera, que no sólo la menosprecia porque ella no puede apreciar una obra de arte sino que pretende que los obreros oprimidos de esta época sean románticos como en el 1700, para armar una revolución y se inmolen por sus ideales. Confrontado entonces con la triste realidad de la obrera que sólo quiere comer, el millonario se muestra frustrado:
Lucio: No hay nada. No hay comida. Esto no es un chiringuito.
(…)
Mariel: Tengo que irme a trabajar.
Lucio: Mentira. Está demostrado que ya no es necesario trabajar tanto. El sistema no te necesita.
Fred: ¿Y a mí sí?
Lucio: Por poco tiempo.
Fred: Bueno, me adapto.
Mariel: Me voy.
Lucio: ¿A dónde, trabajadora? ¿A la marginalidad? ¿A dónde a nadie le interese siquiera explotarte? ¡Qué difícil es hacerte entender! Ya no hay fábricas; hay proveedores. No hay obreros; hay autónomos. Ya no hay clases pobres; hay marginales.
Mariel: Yo… yo me voy a buscar trabajo.
Esa falta de mirada habla de una falta de sensibilidad, a la que sin embargo esos mismos grupos recurren como discurso para cubrirse de un halo de intelectualidad. Una falsa sensibilidad que se representa no en el duelo por la pérdida de la Iglesia Notre Dame, sino en su raudo rescate con cientos de millones de euros lloviendo sobre sus cenizas en sólo unas pocas horas cuando tanta miseria y hambre necesitan hace tanto tiempo ser atendidas. El duelo tenía un sentido: el sistema actual de distribución de la riqueza está llegando a tales niveles de avidez que ya no se salvan de los recortes ni los grandes monumentos de esta sociedad ni sus preciadas obras de arte. La gente hace mucho que no se salva, pero hasta ahora el escenario se mantenía para hacernos creer otra escena. Los millones no iban más que a cubrir, a borrar, la evidencia, el testimonio, del incendio de la escena que representaba esa Notre Dame en ruinas. Incendio que inevitablemente retrotrae a las llamas que arden en los grandes monumentos simbólicos de la sociedad. Una iglesia que pierde inexorablemente su función de re-ligar a nadie con otro, siendo que la etimología de la palabra religión proviene del latín, religio, el prefijo re, se asocia a la intensidad, el verbo ligare a ligar y el sufijo ión a la acción y al efecto, tal que podemos pensarla como una institución que se está des-ligando de sus principios fundadores. De unos estados empobrecidos por tanta política de recortes, ¿cómo no iban a surgir protestas de los mismos chalecos amarillos que viene reclamando el derecho a una vida digna ante tanta ignominia? Esto está tan evidenciado en las palabras de Lucio y en su agobio:
Lucio: No va a venir nadie. Al pueblo no le interesa el espíritu.
Fred: A lo mejor, si hubiera unos canapés, algo para tomar…
Lucio: Entonces sería una trampa.
(…)
Fred: A lo mejor en su momento estuvo un poco restringido, oculto en algún palacio, pero hoy… ¡Hoy está al alcance de todos!… (en referencia al arte)
Lucio: ¿En serio? ¿Quién va a los museos?
Fred: Los turistas. Para empezar. Los japoneses. Los…
Lucio: ¿Y cómo transformamos a un hombre común en un turista? O en un japonés.
(…)
Lucio: No con educación. No con sensibilidad. No con las ganas. Hay que darle dinero y tiempo libre. Dos cosas que ya no hay, que ya no se dan y que ya nadie tiene. Yo tengo dinero. Y tiempo libre. Y estoy agobiado. Agobiado del peso de esta responsabilidad de la que nadie me advirtió, agobiado de esta vida espiritual que no da tregua, agobiado de la convivencia con lo bello. Lo bello me interpela. Y no lo digo sólo por esta ropa sucia de Gucci o de Armani.
El agobio es un efecto del peso de cargar con la ropa sucia (affaires sucios) en medio de una belleza que lo termina interpelando para enrostrarle su propia imagen falsa, la que se oculta detrás de tan glamorosas indumentarias.
Aparece luego el autónomo de clase media que, aferrado con uñas y dientes a un estatus que ya perdió, cae en la peor de las decadencias, la pérdida de la ética.
Se enfrenta a “los pobres” porque sabe que está en el límite, a punto de caer en la pobreza, y eso le provoca rechazo y miedo. Entonces, pierde su ética en el intento de ser como aquel que idealiza y acumula el capital. Entra en la rueda del mercado, manteniendo la convicción de ser “autónomo” y no esclavo del mismo, denostando y cosificando a quienes, como bien señala Spregelburd, no tienen ni dinero ni tiempo libre.
Con la educación suficiente para mostrarse conmovido por la obra de arte; en realidad es inconmovible, sujeto de un discurso de sometimiento que le lleva a negar tanto su condición de trabajador como de explotado y a identificarse con las mismas clases que le explotan. Esta identificación no es inocente, es más bien un mecanismo de defensa frente a lo temido que esconde el deseo de acceso a un mundo que idealiza. Así está magistralmente representado en esta escena este funcionamiento de algunos sectores de la clase media en la figura de Fred:
Lucio: … Convénzala. Es su trabajo.
Fred: ¿Mi trabajo? Parece que mi trabajo va cambiando según pasan los minutos. Yo sé adaptarme, no es una queja. Yo decidí ser autónomo precisamente para testear mi capacidad de adaptación pero…
Lucio: Mentira. No soportabas llamarte obrero, no soportabas a tu clase, se veía clarito en tu perfil de Facebook, te identificaste con los valores y códigos de los que tienen dinero y ahora te mentís por piedad para justificar el sitio en el que te encontrás, sin clase, sin norte, sin trabajo, sin audacia, sin vacaciones, sin jubilación, sin nada.
Fred: Pero tenemos un contrato.
Lucio: Sí.
(…)
Resulta muy interesante que Spregelburd use las palabras “autónomo” y “adaptación” en una misma frase que arma un oxímoron en sí mismo. El contrato Inconsciente es que haya alguien que sostenga la riqueza del otro, a la espera de una retribución en un futuro promisorio, donde Fred ocupará el lugar de Lucio.
Situarse en ese lugar idealizado, implica firmar un contrato perverso: hacer como si se tiene, y se sostiene una libertad económica que suele ser privilegio de los explotadores dentro del sistema neoliberal, para lo cual, hay que dar una imagen que niegue la decadencia (aunque sea evidente para el resto). Esto se realiza al costo de despojarse de la ética de solidarizarse con el prójimo, y muy por el contrario, alimentar un odio psicótico que promueve la proyección de la propia miseria hacia quienes llaman “los pobres” (podemos seguir la lista de calificativos denigratorios, pero es muy larga, sólo algunos más: “los negros”, “los sudacas”, etc. etc. etc.).
Es habitual entonces que el que niega su condición de trabajador culpe a las clases trabajadoras del devenir de la época, negando así que él mismo es sujeto de un discurso que le hace engranaje en una cadena de explotación y dominación.
Fred (dirigiéndose a Mariel, la obrera): Por gente como usted el mundo está como está. Por gente como usted mi amigo aquí piensa quitarse la vida.
Identificarse con el marginado es algo que horroriza. Según Freud la primera forma con que se conforma lo exterior, de aquello que significo como mi opuesto, como lo que no soy, es lo que calificamos de malo. Desde bebés in-corporamos todo lo que nos causa placer como parte de nosotros mismos y conformamos todo lo que nos causa dolor, malestar, displacer, como causados por otro, ajeno a nosotros, irreconocible como propio, aunque responda a estímulos del propio cuerpo. En este sentido, el otro empieza a conformarse como aquello con lo cual el sujeto no puede identificarse y que incluso rechaza, como fuente de dolor y de displacer. El odio al otro es entonces una fuerza constitutiva del sujeto como lo es su amor narcisista, tal cual como Freud vino a develar en “El Malestar en la Cultura” (1930). De hecho, para Freud, el odio antecede al amor por la percepción de que el otro tiene aquello que me falta (el pecho o biberón). Si además, como ocurre en la actualidad, el discurso se plantea en términos de el otro o yo pervirtiendo el significante solidaridad al significarlo como sacrificio -lo que le dan al otro me lo sacan a mí- la identificación se desliza rápidamente por la vía negativa, la del odio. Ese otro es el enemigo. Y así unos y otros discursos, que nos justifican a nosotros mismos ante nosotros mismos, confluyen para que aparezca una mano dura que castigue a alguien por la pérdida que cada uno sufre y ninguno asume, y esta es una de las causas del ascenso de la extrema derecha.
Finalmente llegamos a una escena en la que Spregelburd nos muestra que el concepto de amigo está absolutamente pervertido por los contratos de intereses y por las redes sociales que intervienen en la modalidad vincular (los contactos en Facebook son amigos). El enemigo dentro del imaginario social fomentado por la extrema derecha puede estar representado tanto por el “obrero que no se comporta como obrero” (ver abajo escena de Spregelburd) y defiende los derechos de su patrón, como en la figura del patrón que si no se comporta como “amo” haciendo uso y abuso de su poder, se convierte en un pobre “imbécil” para el trabajador que desea sostenerlo entronizado en el lugar del patriarca idealizado.
Así cerramos con este desopilante y extraordinario diálogo colmado de ironía y ácido humor, donde Spregelburd nos deja pensando qué lejos estamos de romper con la dialéctica del amo y del esclavo. Ya advertía Spinoza del goce del esclavo y Hegel que no existe el amo sin la existencia de un esclavo y a la inversa, ambos están atrapados en una relación de interdependencia.
Fred: Soy tu amigo.
Lucio: Sí.
Fred: No, no dudemos. Lo soy. Tenemos un contrato. Eso vale más que cualquier afecto.
Fred: Tenemos un contrato porque no me fío de Facebook.
Lucio: Está bien, pero lo tenemos. Es posible que nos hayamos conocido en Facebook pero eso es circunstancial. Podría haber sido en un bar, en una esquina.
Lucio: No, no podría haber sido. No voy a bares, no voy a esquinas.
Fred: Está bien. Pero aquí estamos, nos conocimos, firmamos un contrato, yo me creo capaz de realizar este trabajo… de amigo… y ayudar en lo que pueda.
Lucio: Estás despedido.
Fred: Y yo lo entiendo, yo me despediría si fuera el patrón, ¿por qué le pagaría a un vago que se lo pasa navegando en Facebook para que no haga el trabajo que le pido que me haga? ¿Qué sería yo si le pago? ¿Qué clase de imbécil, de perverso?
Lucio: Es muy raro que hables así de mí.
Fred: Lo digo en serio. Yo me despediría y no me daría muchas explicaciones.
Lucio: No me gusta. Prefiero cuando el obrero se comporta como obrero y no cuando sale a defender los intereses de su patrón.
Fred: ¿Qué obrero? Yo soy autónomo.
Lucio: Bueno, te engañaron, y yo –quizás- me haya aprovechado un poco de ese engaño porque las leyes me amparan. Pero ahora te dejo libre. Quiero llorar en paz y después quizás me mate. Esta misma noche.
Fred: Eso sí es un problema. ¿Qué libertad es esa que me das, amigo? ¿Cómo me voy yo a mi casa al final de mi jornada laboral -de autónomo- con los bolsillos vacíos y dejando a un amigo al borde de la muerte? De eso no se habla más. Juro que te voy a encontrar espectadores para estos cuadros aunque se me vaya la vida. (Por la ventana). ¡Ey, imbéciles! ¡Obreros! ¡Vengan a ver lo que es bueno! ¡Hay canapés, hay cuadros, hay de todo! ¡Vengan!