Dedicado a mi Maestra de teatro Andrea Garrote y a Nahuel con quien mantuve un diálogo en la calle después de haber sido asaltado y golpeado.
Sólo pude escucharlo… quizás eso lo ayudó a aliviar su dolor. Para procesar el mío, escribí los que re-presenté de su relato.
La Jime vivía con Nahuel y sus dos hijos debajo del puente de Juan B. Justo pero desde que empezaron con los obreros a sacar las vías del tren, fueron yirando para ver dónde iban a parar. De mudanza en mudanza cargaban ese puto colchón, el carrito a cuesta y a sus dos críos en brazos. Una noche en la puerta del Banco Río los echó la policía, y la Jime en lugar de tener miedo, le dio un ataque de risa; por esos chisporroteos que le daba jugueteando con las palabras. Nos contó que se repetía mentalmente, banco – río y estalló en carcajadas en la jeta de la cana. Nahuel la retó y le dijo que con la taka no se jode, no ves que casi te parten la pierna con ese bastón de mierda; pero ella seguía tirada en el piso de la risa sin dar bola a nadie.
Hoy le tocó al “Nague”, así lo llamaba la Jime. Mientras ella se quedó amamantando al más chico y el más grande hacía campana para cuidar que nadie aparezca sorpresivamente, el Nague se apareció como un fantasma. Estaba todo golpeado y la Jime se asustó, y esta vez no le dio para la risa. Estaba muy lastimado, pero no fue culpa de la poli sino de los excursio, esos chabones que andan al acecho merodeando el barrio chino. El Nague le contó moqueando de tanto llorar que le quisieron afanar la bolsa llena de Carilinas y hebillas para el pelo, se la quisieron arrancar de la mano, y él se resistió pensando que si se la llevaban se quedaba sin vender un puto mango y por pensar tanto, lo cagaron a trompadas entre dos. Cayó al piso resbalando tanto que le quedó el brazo y las piernas como quemadas por el asfalto. De pronto se levantó como con un cohete en el culo, le dio una piña a uno de ellos, recuperó la bolsa, y salió corriendo. Al Nahuel, con lo flacucho que era, no le ganaba nadie en velocidad para los rajes. La Jime nunca lo vio así, salvo el día que murió su mamá. Ese día hace unos tres años atrás, ella lo fue a ver a la cárcel. Nahuel cayó por un descuido que le valió comerse un año y siete meses de naca. Intentó robar con una tarjeta para abrir el local de salames y quesos, pero le salió el tiro por la culata. La vecina de enfrente lo vio y lo botoneó, y ahí fue como cayó la poli y lo encanaron. La Jime estaba asombrada, el Nague nunca había robado, él solía decir: “yo no soy ladrón” y ella sabía que no lo era. Siempre fue un laburante de la yeca, era la primera vez que afanaba porque estaba atacado; el crío que ahora ya debe andar en los cinco, en ese momento tendría solo dos añitos y no les daba para comprarle ni la leche ni los pañales. La mamá fue la primera que lo visitó en la cárcel. Nahuel lo primero que hizo fue pedirle perdón a su viejita y la madre le tiró una frase que él nunca se olvida y la repite siempre que cuenta la última vez que la vio: “que te perdone Dios, yo no soy quién para perdonarte, yo te amo igual, sos mi hijo”. La Jime la quería a esa vieja humilde y cariñosa que cocinaba unos guisos deliciosos y sabía hacer el fuego en medio de la vereda aún en los días más ventosos, fríos y húmedos. La Jime se la vio venir… la vieja no iba a resistir ver a su hijo entre rejas, ella había pensado que el bobo le iba a estallar el mismo día que se enteró. Y ahora que lo trompearon tanto para afanarle esa puta bolsa con la que se hacía el día para llevarle un mendrugo de pan y leche a su familia, el Nague revivió todo ese episodio de mierda. Se acordó cuando la Jime le contó que la madre se murió y que movieron cielo y tierra para que lo dejen salir para ir a verla al cementerio. Pero no hubo caso, y la Jime que era muy astuta sabía que la burocracia era así, pero igual fue de un lado a otro, habló con el comisario, con el asistente social y hasta con el juez, pero no lo dejaron ir a despedirse de su viejita.
El Nague recordaba ese momento y así como estaba todo cagado a palos, seguía llorando a moco tendido y se acordaba de su vieja con un bajón de aquellos. La Jime no entendía nada porque parecía que estaba como delirando mientras decía: “viejita, si me vieras así… ni despedirme de vos me dejaron, no pude ni eso, y ahora tuve que zafar yo de los chorros, pero yo te prometí que no iba a robar más… y no lo voy a hacer nunca más”. La Jime lo escuchó, lo abrazó, lo arropó, porque temblaba, y no sabía si era de frío o de miedo.
Al otro día, la Jime terminó de darle la teta al más chico, y le dijo al Nague que se quede tranquilo y se recupere de la golpiza, y que ese día le tocaba a ella salir a vender. Él se quedó cuidando a los dos pendejos y se dio cuenta al rato que la Jime se olvidó la bolsa con los pañuelos de papel y las hebillas. “Esta Jime siempre corriendo”, pensó el Nahuel.
Cuentan que la Jime se plantó en el barrio chino donde está la parada de los Excursio y de pronto empezó a gritar como con un ataque de chifladura: “¿Dónde están los dos cabrones que atacaron a mi Nague? ¡Qué vengan! ¡Que se atrevan! ¡Que vengan que los mato a cuchilladas limpias!”, y peló un tramontina que había guardado en medio de sus tetas cuando su marido no la miraba. Con esa pinta de pirada que tenía, así a los gritos, con sus cabellos y sus rulos enredados al viento y el vestido violeta todo raído y sucio; los vecinos terminaron llamando al Same y se la llevaron al Hospital Moyano. Y ahí sigue… cuando juntamos para pagar el bondi porque no da para ir a pata tan lejos, nos vamos con mi amigo Nahuel a visitarla. La Jime tiene la mirada perdida, para mí que la falopearon para que no joda y encima, no nos dicen por cuánto tiempo más se quedará ahí adentro.