Por Flavia Mercier Corresponsal en España de visita en Buenos Aires
Conmovedoramente inteligente y muy sensiblemente escrita y dirigida por Franco Gabriel Verdoia, “Late el corazón de un perro”, es una obra que nos deja muchas cuestiones resonando en nuestro Inconsciente, a las que tarde o temprano tendremos que hacerles frente.
Con la vuelta de aquel que se fue afuera del pueblo o de la ciudad natal, incluso al extranjero, puede abrirse un mundo para el que vuelve y quizás incluso para aquellos con los que se encuentra. Ese contraste entre lo extraño o extranjero y el punto de partida guarda la potencia para abrir un mundo que albergue lo diferente, incluso lo otro de sí, aunque en muchos casos ese viaje resulta fallido, porque en muchos casos lo único que ocurre es que los protagonistas sólo «se dieron a la fuga». Lo cierto es que la posibilidad de apertura no depende de la geografía. Lo cercano y lo lejano son medidas de lo que concierne.
Estas son algunas de las cuestiones sobre la que no invita a reflexionar la obra de teatro «Late el corazón de un perro», a partir del hecho que Ana vuelve sin desearlo y requerida por una emergencia que involucra a su madre, a un pueblo del que huyó hace ya muchos años. Su madre, Mabel, parece padecer algún tipo de demencia que la lleva a vivir en una mezcla extraña de recuerdos, ilusiones y delirio, y en medio de una patológica carrera por acumular objetos propios y de personas fallecidas. Además, en ese retorno, que tiene mucho de un eterno retorno de aquella cosa que nunca cesa de insistir, Ana se reencontrará también con su amor adolescente, Hernán, para quien Ana era, y es aún hoy, su gran amor perdido. Un amor idílico e idealizado con el paso del tiempo.
En este punto Diego Gentile atraviesa la escena resultando tremendamente auténtico en el papel de Hernán, el habitante de un pueblo en el que nada pasa, una nada a la que Hernán resiste con cierta idea de “progreso” que, como siempre, es falsa porque creemos que algo hemos ganado cuando en realidad no dimensionamos lo que hemos perdido. De Silvina Salvater podemos decir que está impresionante en el papel de Mabel porque su presencia en escena deja definitivamente una fuerte impronta en el espectador. Y para completar un elenco exquisito contamos con una Mónica Antonópulos en el rol de Ana, conmovedora quebrándose en escena con toda la vulnerabilidad y fragilidad de su personaje.
Por otro lado, cabe señalar en el sentido de lo dicho, que esta obra se adentra de algún modo en una dimensión imaginaria. “El pueblo nos traga, Ana. Y los que nos quedamos solos nos vamos apagando de a poco. Los que pueden se inventan alguna vida, como tu mamá… y los otros, aprendemos a vivir con lo que alguna vez nos dio alegría”, le dice Hernán a Ana. Ilusiones, delirios y espejismos parecen ser las formas de evadirse de una realidad aplastante en este pueblo. Pero la evasión y la fuga no son verdaderas respuestas para hacer con lo que aplasta.
¿Es el pueblo lo que los traga? ¿Qué es esa nada que parece nunca pasar en ciertos lugares? La historia transcurre en un pueblo en lo profundo de la provincia de Santa Fe, en la llanura; esa llanura en la que en las siestas de verano el tiempo transcurre lento, como si no pasara. ¿Acaso esa llanura no nos orienta un poco que lo que traga no es justamente el pueblo, sino lo plano, lo que no cobra volumen, incluso lo achatado? La obra habla en ese sentido de la importancia de guardar las apariencias en lo público, en lugar de guardar una vida en lo privado. Sin embargo, la llanura está también atravesada por caudalosos ríos que corren con mucha fuerza llevando consigo grandes reservas de vida en forma de sedimento, islotes de camalotes, o peces que surcan sus aguas. Basta que alguien lance una piedra a ese río para que toda esa vida se ponga en movimiento. Basta un gesto, sólo un gesto ¿Qué gesto faltó entonces para que corriera la vida que deseaba cada uno de los protagonistas, un deseo de vida que corría dentro suyo como un río y que sin embargo no encontró su cauce para fluir?
Nos conduce así Ana en sus encuentros, a reflexionar sobre cómo cada uno hace como puede con su pasado, cómo cada uno intenta hacer algo con la pérdida o lo perdido, y también con lo que es necesario perder o desprender. Y de algún modo, la obra sobrevuela también, a modo de un subtexto, el temor al olvido como otra forma de pérdida, aquel que puede sobrevenir a la muerte, particularmente a la propia.