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Entrevista a Rafael Spregelburd en la Sala Beckett de Barcelona – Por Flavia Mercier

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Sobre un teatro que ponga en obra el des-ocultamiento de lo oculto o la aletheia.

“Hay que hacer las obras para espectadores inteligentes, pero no particularmente entendidos del teatro.” Le dice Rafael Spregelburd a nuestra corresponsal en España, durante la charla que mantuvieran en Barcelona cuando el reconocido actor, director y dramaturgo fue invitado por la prestigiosa Sala Beckett de esa ciudad para dictar un curso de dramaturgia. Una charla en profundidad acerca de las posibilidades de construir obras de teatro como obras de arte y en ese sentido, como puesta en obra de lo hasta entonces oculto. Cómo hacer para que eso se vuelva mostrable, y quizás leíble, para el espectador; sin dar ninguna interpretación de sentido de antemano. Todo un desafío en los tiempos de un discurso hegemónico y de un circo tiránico de imágenes que están ahí para normalizar, vigilar y castigar. 

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¡Hola Rafael! Según vos planteaste en el curso, “una buena obra resulta del ensamble caprichoso o azaroso de unas imágenes”. Para eso planteaste algunos ejercicios con los actores que les permitiera llegar primero a esas imágenes y luego a ese ensamble caprichoso y azaroso. Ahora, bien ¿Hasta dónde esos ejercicios son siempre posibles? ¿Cómo hacés para encontrar esas imágenes y hacerlas entrelazarse, cuando te sentás sólo frente a la compu y no contás con los actores, o cuando tenés un pedido de un tema en concreto? 

Mirá, la imposición del tema -que es un asunto muy europeo- no es para nada contradictoria con este enfoque, porque el tema, en principio, carece de imágenes. La imagen es otra cosa, va a ser el soporte con el cual luego puedo hacer hablar. Por ejemplo, la reunión de vecinos del pueblo que hoy hicimos. ¿Qué tema no puedo yo forzar dentro de esa maquinaria? Es decir, a mí no me preocupa la imposición del tema porque lo que busco son las imágenes luego veo de qué hablarán esas imágenes. Pero no es incompatible. 

Y respecto de la otra pregunta que me hacés, en teoría, claro, para mí es más fácil producir estas imágenes con actores. Pero, es un mecanismo de entrenamiento. Cuando yo luego estoy sentado sólo en el escritorio y no tengo ni a los actores ni a los estímulos musicales, ni los ritmos, ni el azar; mi ojo está entrenado por este mecanismo porque es un ejercicio de entrenamiento, no solamente un ejercicio de escritura. 

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¿Un entrenamiento para leer algo en concreto en las imágenes, incluso en las imaginarias que te pueden sobrevenir cuando estás solo? 

A mí me gustaría decir que estoy allí para escuchar el dictado del azar para ver qué encuentra mi conceptualidad que, no teniéndola previamente, se sorprende. Pero la verdad es que uno ve lo más parecido posible a lo que ya conoce y entonces es innegable que mi sensibilidad se siente más atraída ante determinados estímulos y no otros. Paso por alto algunas cosas o no las veo. Es mentira que sea puro azar. Ese reordenamiento de ese azar ocurre de diferente manera en cada artista; y yo creo que es una mezcla de mi deseo de salir de mi cosmovisión, y mi aceptación pasiva y resignada de ver siempre lo que quiero ver.

¿Es decir que te auto imponés, como un desafío a vos mismo, el huir de esa tendencia de ir a buscar lo que confirma lo que ya sabés?

Sí, porque lo que yo ya sé está cancelado intelectualmente. Es decir, yo ya tengo unas categorías verbales que cancelan la semiosis ilimitada de eso que veo y la cancelan para el lado que a mí me conviene. ¿Cuál es el que me conviene? El que a mí me gusta. Eso es lo que llamamos la sensibilidad de ciertos artistas a determinados matices. No todos percibimos todos los matices o las sutilezas de la misma manera. Yo naturalmente soy muy sensible a matices que tienen que ver con lo lingüístico, con lo político, con la estafa, con la construcción de la estafa. O sea, la creación de un engaño es un tema recurrente en todas mis obras. Y otros no, otros tendrán una gran inclinación hacia otros asuntos. Hacia los vínculos, hacia la tematización de los afectos, ¡qué se yo! Cosas que yo puedo ver si me lo propongo, pero a mí, mi tendencia me va a llevar siempre hacia otro lado. 

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Y ya que hablamos de ver y de entrenar al ojo para ver aquello que no conoces o no sabés. ¿Cómo condiciona ese entrenamiento o las posibilidades de ese ojo, lo que explicabas hoy que define el filósofo Del Estal acerca de las edades de la mirada?

Es muy, muy complejo, realmente, pero básicamente yo lo que más tomo de allí es una suerte de liberación de los imperativos del arte, porque el arte no es lo único que está ocurriendo en nuestro momento histórico, también están ocurriendo en simultáneo otras dos edades de la mirada. Una mirada idólatra que tiende a pensar las formas, los monumentos, las síntesis formales como ídolos y no como producción de mercancía artística. Y, luego, la edad de “lo visuatil”-él lo llama “visuatilidad”, se inventa el término para diferenciarlo de lo visual- donde las imágenes son en realidad poderes que nos observan a nosotros, en vez de nosotros ser observadores de ese poder. Como las tres cosas ocurren en simultáneo (el arte, la mirada idólatra y lo visuatil), yo parto de la aceptación de esa hibridización de la forma y le reconozco valores diferentes a cada uno de estos aspectos de la creación de formas. Me imagino que en otra época un aspirante a artista se formaba en una academia que le enseñaba esos valores del arte de manera pura. En alguna época el arte ha sido la búsqueda de simetría, de armonía. En otra época el arte ha sido la búsqueda pura y exclusivamente de vanguardia, la ruptura de los cánones dados. Todas esas discusiones le pertenecen a un sujeto que no es exactamente el sujeto contemporáneo. 

¿Y cómo afecta esta forma que adquiere la mirada, a la imagen? ¿Es la imagen en esta época “imagen”, o qué es?

Claro, la imagen es imagen. Deberíamos haber empezado por ahí. Estamos hablando de la producción de imágenes y la interpretación de imágenes. Pueden tener una función idolátrica, una función artística o una función visuatil. Creo que hay que aceptar que tiene las tres funciones a la vez. En otros momentos de la historia, el artista como figura histórica tenía puesto el énfasis solamente en aquello que consideraba “lo artístico”. Yo trato de aceptar la muerte de la imagen, de esa pureza de la imagen. La imagen es impura, está utilizada para tres funciones simultáneas y contradictorias. Siempre hay residuos de idolatría, de visuatilidad.

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¿Y una imagen que estuviese más cargada de lo visuatil, que sería?

Lo visuátil tiene varias características. Una es su difusión pensada a nivel planetario, es una tendencia muy observable en el teatro contemporáneo, incluso en la plástica. Se busca qué imágenes son las que podrían estar en un museo universalizado -o universalizable en el sentido más negativo de lo universal-, es decir, imágenes que son tan generales que no solamente nos imponen una globalización de los temas, sino que te hacen sentir que la diferencia entre tu percepción y esa globalización te pone en inferioridad de condiciones. O sea, te hace sentir que “lo otro” es folclórico. Entonces vemos que al Museo de Arte de La Boca viene un artista conceptual holandés a hacer cualquier cosa que muy poco tiene que ver con la historia que ese museo, o lo que esa gente cree que debería estar exhibiendo ese museo. 

Ese es un imperativo del capitalismo: la homogenización.

Por supuesto, pero en lo visuátil hay un uso homogéneo de la imagen. Además, la imagen se impone con tanto poder que, en vez de ser el objeto de contemplación, es el objeto que te contempla. La imagen en lo visuátil está puesta para hacerte sentir tu minusvalía. Es decir, al igual que en la edad del ídolo -que sería la edad diametralmente opuesta en términos históricos a la visuátil-, la imagen tiene una misma función: vigilar y castigar. 

Mientras que en el período intermedio -que por eso los sujetos modernos hemos idealizado el arte- el hombre se libera de esa función de la imagen y la imagen es un objeto de pertenencia y construcción que te hace humano; pero al mismo tiempo, es comercializable. Esa es la gran paradoja que lleva el arte a sucumbir.

Digamos que lo que era una promesa de sublimación, pasa a ser una mercancía.

Pasa a ser un objeto de consumo.

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Se banaliza, pierde el brillo de lo sublime o lo bello … vuelve a ser una “cosa”, un puro objeto.

Pierde su vinculación con lo trascendente. La obra de arte es una cosa convencional y socialmente dotada de un poder mágico. Con la pérdida de ese poder mágico la cosa se vuelve visuátil.

Resumiendo, en la edad de lo visuátil, vivimos en una tiranía de la imagen. ¿Para qué? Para “norma-lizar”.

Exactamente, la imagen nos domina. Para normalizar los cuerpos, normalizar los comportamientos. Sentís que ya no participas de la construcción del canon de belleza, sino que simplemente estás ahí para obedecerlo; mientras que el hombre renacentista era el que construía el canon de belleza. 

¿Y cómo pasamos de la imagen al relato? Algo explicaste en el curso de lo que trabaja Piglia al respecto y me gustaría que nos dieras cuatro pinceladas para nuestros lectores.

Es una tesina de tres páginas que se usa mucho en los talleres literarios, donde él analiza qué significa narrar. Lo que él dice es que una mera sucesión de acontecimientos no es una narración, sólo hay narración cuando un acontecimiento es utilizado para encriptar otro que va apareciendo en los intersticios de lo que se llama el relato Uno, el relato de lo aparente.

Sin embargo, vos también decías que con ese relato Dos no estás queriendo decir nada, sino que simplemente es algo que está sucediendo. ¿Cuál es entonces el sentido de “colar” ese relato Dos en los intersticios del relato Uno?

Va a producir una tensión. Por ejemplo, si yo sé que estoy narrando la discusión global de una familia que está tratando de decidir qué hacer con el cadáver de … etc., etc., todo el tiempo el que mira, espera una revelación. En ese punto, Piglia explica que Chéjov anota el margen de un cuaderno la siguiente anécdota: “un hombre va al casino Montecarlo, juega, gana y cuando llega a su casa se suicida.” ¿Eh?”, dice uno, “¿Cómo? Juega, pierde (con énfasis) y se suicida.” No, juega, gana y se suicida. “No, juega, gana y celebra.” No, juega, gana y se suicida. Entonces dice Piglia: en la aparición de una secuencia en la cual un elemento revelado al final altera el orden de lo anterior, hay relato. ¿Qué quiere decir? Bueno, a lo mejor este es un hombre que tiene una enfermedad terminal y que se va a suicidar igual esa noche. Lo accidental es que vaya al casino y mucho más accidental es que gane. El relato que tiene una enfermedad nunca se revela hasta el final. Este es el relato clásico a la manera de Poe, por ejemplo. En el relato clásico, los dos relatos van en paralelo, uno oculta por completo al otro que aparece sobre el final. Es el relato de la novela policial. La lectura tiene que ver con saber que hay algo que desentrañar. La mayoría de los relatos de Borges fueron policiales, en este sentido. 

La habilidad del cuentista radica en cómo utilizar los mismos elementos con doble funcionalidad. Por ejemplo: hoy soy Chéjov y quiero escribir este cuento ¿Cómo juega este hombre en el casino? ¿Es cuidadoso, meticuloso? No, probablemente como sabe que va a morir, tira las fichas en cualquier lado, y además gana. Poner la ficha de esa manera tiene entonces una doble funcionalidad: una en el registro de lo aparente -¡Ah, qué audaz!-; y otra en el registro del relato Dos. Para el que ya conoce el final sabe que tiene que cifrar y que tiene que esconder el relato dos en el uno hasta el final. 

Luego aparecieron una serie de novedades técnicas. El primero fue Chéjov pero luego llegó Hemingway y más contemporáneamente, Raymond Carver. La mayoría de los autores anglosajones contemporáneos inventan un nuevo sistema de relación que consiste en suspender la revelación. El cuento está escrito alimentando esa tensión, pero el relato Dos nunca aparece en primer plano, nunca. Los cuentos de Hemingway son un ejemplo: largas descripciones de un hombre que se va a la pesca y si a vos no te dicen que ese hombre es un soldado que viene de la guerra, no descubrís siquiera por qué te inquieta tanto la descripción. “Atraviesa los campos quemados” dice en un momento, pero lo dice una sola vez, y escribe 20 páginas donde trata de desmentir cualquier guerra posible. Cómo ensarta el anzuelo y cómo tortura al pescado que saca, está descripto con lujo de detalles que uno sabe que es un soldado que probablemente haya visto la muerte muy de cerca, pero es la descripción de un día banal de pesca. En la enorme ausencia de una revelación, el espíritu contemporáneo empieza a encontrar esa ansiedad por la búsqueda de sentido. Construimos el relato Dos cifrado, como si el espectador ya lo supiera todo el tiempo, pero no lo sabe.

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Y la tercera forma de relato tiene un solo ejecutor que es Kafka. Se llama relato Kafka. Kafka lo que hace es poner el relato Dos en primer plano y al comienzo. “Gregorio Samsa amaneció esa mañana convertido en una cucaracha.” Y a partir de ahí, todo lo que ocurre después, es un larguísimo relato Uno: no va a trabajar, su familia avisa en el trabajo, su jefe viene a visitarlo para ver cómo se encuentra, le pasan comida por debajo de la puerta porque algo tiene que comer… Todo es lógico, pero a vos te dijeron en primer plano “es una cucaracha” y de eso no se habla más. Lo kafkiano es la descripción de lo cotidiano enrarecido. El cuento de «El castillo»: el hombre al que le está comiendo los pies un buitre. Todo el esfuerzo que Kafka pone reside en naturalizar a lo largo de todo el cuento lo que presentó como extraordinario. Y a vos te parece de lo más lógico el por qué ese hombre se deja comer los pies: porque si no teme que el buitre le coma los ojos.

En el caso de una obra de teatro como es una secuencia de escenas, puede empezar y terminar de manera clásica, o introducir luego una contemporánea. Esa revelación que no ocurre en lo contemporáneo puede ocurrir e iniciar una kafkiana. En la obra cada escena tiene para el narrador teatral una de esas tres posibles estructuras. A veces uno ni siquiera se lo presenta conscientemente. Pero es bueno hacerlo consciente porque así decidirás si estás cifrando bien o mal, si estás sobre-informando -muchas veces autores que creen estar haciendo un relato muy de vanguardia, están haciendo un relato completamente clásico-.

Y luego están, naturalmente, los que producen teatro sin relato.

¿Y cómo haces en la edad de la visuatilidad, en la que la imagen está para normalizar para homogenizar, para que ese espectador soporte lo oculto, lo que no se termina de mostrar del segundo relato, esa tensión? Porque en principio sería un espectador más voraz en la búsqueda de sentido, que estaría todo el tiempo queriendo saber qué le están diciendo.

¿Vos estás convencida que el espectador quiere saber o es que lo han convencido las leyes de Netflix de que quiere que le revelen?

No, no estoy convencida. De hecho, creo lo contrario, que lo que produce sorpresa, captura la atención, produce interés. Pero también creo que esta forma de presentar la imagen produce una tendencia, un impulso a la satisfacción inmediata de la demanda de saber.

Sí, produce interés, pero el espectador está muy mal educado. Realmente se ha confundido y cree que va al teatro para decodificar un mensaje. Y se cree inteligente cuando ese mensaje además coincide con su moral y con su ética. Y va simplemente a verificar lo que ya sabe. Ese espectador se aburre mucho y no lo sabe. Cuando se le presenten otras opciones como ir a la cancha a ver un partido o quedarse en casa mirando una película, dejará de ir al teatro. Ahora, lo que el teatro tiene que hacer, sí o sí, es sacarlo de ese lugar. Ese lugar de verificación de lo conocido no va a llevar al teatro a su momento de gloria. 

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Sin embargo, si el teatro tiene que ir sí o sí hacia esa posición de riesgo, en la que no todo se sabe, porque si no está condenado a su propia decadencia, ¿cómo sorteará las exigencias comerciales del productor de turno que quiere ir a lo seguro y homogeneizador? 

El productor lo que está buscando es la manera de convertirlo en mercancía y si la forma de convertirlo en mercancía es tornarlo legible, en esa legibilidad no cubrirán ninguna de esas cosas de la que estamos hablando.

¡Y, no! Porque en el terreno de la mercancía vuelvo a lo homogéneo, a lo mismo para todos, y cuánto más sea lo mismo para más, más vendo. Es simplemente un tema de economía de escala. 

Es lo repetido. Los escritores comerciales tienen un gran problema de cómo volver a hablar de lo mismo de lo que se ha hablado la obra anterior y que igual les paguen por ir a ver la nueva obra. Si la vieja obra es igual a la nueva ¿Por qué irías a verla? Esa es la enorme paradoja de la producción de lo mismo siempre. No es nada fácil.

¿Dónde introducir la novedad en la producción de lo mismo?

Y fijate la sofisticación a la que han llegado las series norteamericanas para poder garantizar la producción de lo mismo con la ilusión de novedad, en algunos casos notable. Además, consumen talentos, de personas muy talentosas, lo que, casi por accidente, produce la singularidad de algo que por lo pronto no está ocurriendo en el cine y sí en las series. Yo no soy un fanático, pero debo reconocer que las mayores tecnologías narrativas están puestas en este momento allí. Siempre son peligrosas, tramposas, porque sólo tratan de construir mercancía. 

¿Y cómo explicas entonces que, a pesar de todo eso, todavía tiene lugar un teatro como el tuyo, que se preocupa por alcanzar la multiplicidad de sentido? ¿Hay acaso un malestar con esa homogeneización que expresa el deseo de otra cosa? 

Sí, todos hablan de ese malestar, pero, a veces, sin saberlo, sus políticas terminan confluyendo en más malestar… Sí, sí, yo soy convocado. Mi teatro propone eso (la multiplicidad de sentido) pero no propone un teatro masivo. Propone un teatro de lo singular, un teatro que ponga el foco en estos problemas y en la búsqueda, sin atender demasiado si el espectador puede seguirlo o no. Pero sin ser elitista, porque no es un teatro para una élite, es para cualquiera en principio.

El teatro comercial que pone el precio de sus entradas en 1.000 pesos en Buenos Aires, ¿no es elitista? Sus contenidos son chabacanos y burdos, pero ¿quién puede pagar 1.000 pesos para ver contenidos chabacanos burdos, que además tenés gratis en la televisión? Es más elitista el teatro popular, o populista deberíamos decir, en ese sentido, que un teatro de arte. El teatro de arte ocurre casi siempre en teatros independientes, en periferias. 

Es importante que este momento de tanta imposición de un discurso único, de homogeneización, que haya un teatro que permita dejar pasar algo diferente, a otra cosa. Es importante entonces que ese teatro no sea elitista en términos de “intelectualoide”, que exija ser un iniciado para poder ser conmovido por ese arte.

Casi siempre cuando pasa esto es porque uno tiene que ser un conocedor de la cultura y a mí me molestan mucho esas obras. Por ejemplo, para ir a disfrutar de una obra de Sarrazin me conviene conocer un poco el mito griego sobre el que va a trabajar, cómo lo llevó a su presente. No teniendo esos elementos de la cultura, probablemente la obra me parezca aburrida y me duerma. Las variaciones técnicas que proponen algunos autores para renovar ciertas obras sólo son legibles por una élite. Eso también está mal. Hay que hacer las obras para espectadores inteligentes, pero no particularmente entendidos del teatro. ¿Por qué la ópera contemporánea le gusta a tan poca gente, por ejemplo? Porque es una ópera en la cual para poder disfrutarla hay que tener incorporada y consabida la revolución del dodecafonismo y bla, bla, bla… Pero la verdad es que no es muy disfrutable su sonido. A mí me interesa más que la clásica pero… 

¡Hay que ser un iniciado! 

¿Y quién te inicia? La cultura, ¿Quién la imparte? ¿Quién la organiza? Los estados, el mercado, siempre hay trampa en la cultura. A mí, me gustan los objetos que por ser híbridos, que por dialogar tanto con la filosofía de Nietzsche como con los discursos de Lionel Messi, puedan encontrar una hibridización que sea divertida. Y divertida quiere decir desviada.

Sí, divertido como diverso.

Para cualquiera. Si bien a mí me divierten cosas que probablemente tengan que ver con la pluralidad de la lengua o la dificultad de transformar el mundo del lenguaje o lo que fuere, en mi teatro pasan cosas de muy fácil percepción inmediata.

Rafael, querés comentar algo más de lo que veníamos hablando, se te ocurre añadir algo.

Tal vez esta cuestión que planteábamos hoy acerca del sujeto. ¿A qué sujeto les están hablando ustedes, los psicoanalistas? ¿A qué sujeto le estamos hablando nosotros, los artistas?

Fijate el fenómeno de los YouTubers. Chicos que se filman en su patineta, paran en una esquina, mean, y se filman haciéndolo. ¿Qué valor tiene eso? Que es real, precisamente que no es ficción, que se filmaron haciéndolo. Y lo que el seguidor sigue, es eso. Es disparatadísimo. ¿Por qué las generaciones que vienen están en esa zona? ¿Qué sujeto son? 

¿De qué son sujeto? ¿Y cuál es la emancipación posible, por esos derroteros?

Claro, el sujeto freudiano se tiene que emancipar de algo. Pero, éstos, ¿De qué se tienen que emancipar para ser más completos y ser libres? Es muy desesperante … Y por otro lado está el tema de los contenidos. Ahora los chicos se filman abriendo regalos, promovidos por una acción comercial. Pero lo reproducen. Meten cosas en cajas y dicen “Vamos a abrir este regalo. Hay aquí un unicornio.” No juegan con el juguete, se filman desvelando que hay dentro de una caja.

Me llevo el interrogante para intentar justamente “de-velarlo.” Muchas gracias, Rafael.

Decía Heidegger: “En el presente caso, de lo que se trata es, como en anteriores ocasiones, de esforzarse para que por medio de incesantes intentos, a aquello que desde antiguo hay que pensar, pero que aún no ha sido pensado, se le prepare una región desde cuyo espacio de juego lo no pensado reclame su pensar.”

Martín Heidegger, Todtnauberg, agosto 1954

El desafío que nos plantea Rafael Spregelburd es cómo hacer teatro para un espectador inteligente, sin que tenga que tratarse de un espectador “iniciado”. Entre otras cosas porque, como muy bien señala, ¿quién inicia a ese espectador? ¿Qué discursos de poder se vehiculizan en esa iniciación?

Plantea así un desafío al que se enfrentan todas las artes, ¿Cómo conmover al público -incluso, cómo conmover “lo público- , cómo dar a ver a una comunidad aquello que aquella comunidad aún no ha visto, en una época de sobre saturación de imágenes que se imponen al espectador en medio de un circo mediático que banaliza y profana la potencia de la imagen, para normalizar lo horroroso, lo impudoroso, lo ignominioso; en síntesis, para normalizar la mostración de lo no mostrable? Tiempos en lo que no es la visión lo que interesa sino la captura por la mirada.

Para Rafael Spregelburd dicha apuesta radica en la potencia de revelación de las imágenes y que sea el lector el que pueda hacer una lectura de dichas imágenes. Escapa en este sentido del impulso a dar satisfacción a una demanda de sentido del espectador porque no considera verdadera a esa demanda y porque la aportación de interpretaciones se torna muchas veces moralista en tanto la explicación resuena a moraleja.

En este sentido, prefiere recurrir a la construcción de una obra a partir del ensamble azaroso y caprichoso de un puñado de imágenes -entendiendo a la imagen como todo aquello que puede ser percibido por los sentidos; es decir, todo aquello que puede conmover el cuerpo-; que pueda desencadenar la visión de lo que hasta entonces estaba oculto, o que incluso a los poderes fácticos y hegemónicos puede interesar tapar. 

Ahora bien, y ya no sólo pensando en el teatro, sino en un decir artístico o poético que pueda vehiculizar algo de lo que “desde antiguo hay que pensar, pero aún no ha sido pensado” ¿Cómo hacer aparecer lo oculto para que se revele por sí mismo para el espectador? ¿Cómo hacer que la imagen recupere su valor operatorio y que pueda desencadenar la visión? 

Cierto es que, tal y como lo trabajó ampliamente Heidegger, el crear es un traer adelante, un poner en obra un “des-ocultamiento” o “a-letheia” de algo que procede de un fondo oscuro e ininteligible. Con la puesta en obra de la obra de arte, en ese traer adelante, algo que hasta entonces era ininteligible es iluminado, se muestra y puede ser visto. Sin embargo, si algo es visto es porque el espectador pone algo de sí para iluminar ese claro en el que lo que la obra pone en obra, o en juego, se muestra. En este sentido el crear, la función creadora del artista, consistiría en un recibir, un hace lugar, para acoger o alojar aquello que se muestra en el desocultamiento, mediante los juegos de los claro-oscuros, de los contrastes.

Podemos recurrir entonces a Piglia como nos invita Rafael, cuando dice que sólo hay relato cuando un acontecimiento se utiliza para encriptar otro que va apareciendo en los intersticios del relato que se muestra delante, el relato de lo aparente. Se produciría entonces un efecto de sorpresa o asombro cuando finalmente la historia secreta aparece. Decía justamente Heidegger que es de la mano del asombro, dejándonos llevar por el asombro, que podemos alcanzar el desocultamiento o la aletheia. Es decir, algo del orden de la verdad.

Resuena entonces en este punto la pregunta final que nos dejó Rafael cuando nos interpeló sobre el sujeto de la nueva era y para hacerlo hizo alusión a los niños que ahora juegan a mostrarse en video desembalando un regalo, en lugar de jugar con el objeto que contiene ese regalo. ¿Qué hay en ese goce de mostrarse develando que debe advertirnos de lo que está en juego y, por tanto, orientarnos sobre cómo torsionar el develar velando, el des-ocultar ocultando, para que no todo quede expuesto y algo quede en reserva para cuando sea necesario? En este tiempo de profanación de la imagen y de bastardización del lenguaje no es sin ocultar, sin velar, que se puede mostrar o develar. Es un ocultamiento necesario para proteger esas cuestiones esenciales de lo humano que desde tiempos remotos nos interpelan, de la fagocitación mercantil.

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