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TIA ANGUS – Por Norman Leandro

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Yo tengo una tía, de esas que son densas, que llegan un día a tu casa y se instalan por tiempo indefinido.

La Tía Angus llega con su cara de nube gris plomizo y lo primero que hace -siempre- es decir: «hola, nene, vos sabes que te traigo frío, así que tenés que abrigarte» y me ciñe al cuello un pañuelo que me limita la capacidad y la voluntad de hablar, de comer y hasta de respirar. No me lo puedo sacar mientras ella esté cerca y ella no pierde ocasión de ajustarlo un poco más.

No cesa nunca de hablar, ni en mis breves impaces de sueño, nada frecuentes, sobre todo si ella está en casa. Se sienta adelante mío durante las insomnes noches y habla, monologa sobre tantas cosas que yo querría callase. O no, sólo me ciñe un poco más el pañuelo, se sienta en la falda de mi silencio y me mira, dejándose abrazar por él, y yo preferiría que me pegase, o que me gritase, a verla callada y a los ojos que es la peor forma de verla.

Tía Angus me roba las palabras de la mirada y se desayuna mis ganas y mis colores cada mañana. Baila frenéticas danzas a mi alrededor todo el día y me habla sin parar por las noches. Nunca sé por cuánto tiempo se quedará. Esta vez trajo una maleta más grande de lo habitual. Y el pañuelo ya estableció una barrera entre mi estómago y el desayuno, entre mi voz y el aire.

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