
Fotografía: Mariano Barrientos
Se me cayó una palabra del diccionario. Hace tiempo que no la encuentro. Sólo quedaron puntos suspensivos.
¿Es que existe una palabra que de cuenta de lo que envuelve (y devuelve) su mirada en la mía?, me lo pregunto pero en el fondo ¡me importa un carajo!
Como diría la Pizarnik, la lengua siempre está castrada por su propia lengua para capturar la verdadera dimensión de las emociones. Y no me asombra porque suelo tener dificultad para poner título a todo. Ella me invita a pensar que lo más interesante son los puntos suspensivos. Atrapar en pocas palabras el abanico de colores y sus matices, es tarea de poetas, y después de todo, yo no lo soy. Apresar la complejidad de lo indecible no es mi métier.
De repente, me viene a la mente una palabra muy pandémica: “burbuja”. Eso es: esa casi desconocida que aparece en la pantalla de mi computadora y yo formamos una burbuja, aunque sin la conexión wi-fi, no hubiera quedado más que el recuerdo del encuentro en un bar y las dos cuadras que caminamos juntos hasta acompañarla a su casa (pre-pandemia, claro).
Esa burbuja es la ilusión de un eventual futuro encuentro promisorio. Que no se pinche, depende sólo de mí y de ella (y de que funcione el wi-fi, claro). Eso me excita mucho pero lo que más me calienta es su voz recitando poemas y su rubor intempestivo. Las abruptas huidas para ir a lavarse las manos en los momentos en que los deseos de acariciarnos parecen atravesar los pixeles de la pantalla me remite a una cadena de metáforas y metonimias difractadas en la imagen de mi computadora, que lejos de alejarme, me acerca. Es como un virus que me toma todo el cuerpo y me contagia de una calentura irrefrenable.
Imagino que ella está húmeda. ¡Y mi pija se pone dura sólo con pensarlo!
Zigzagueo en vano por las aburridas fórmulas que me hacen caer en el hueco de los lugares comunes del juego de la seducción, que a ella, no la seducen para nada. Ahí se me escapa. Me doy cuenta tarde, luego de hacer todo tipo de intento mecánico por conquistarla, y debo confesar que a mí también me la baja y me cuesta actuar de estereo-tipo.
Gozar de esa intimidad donde inventamos una complicidad posible, es lo posible en cuarentena.
Ella tiene toda la pinta de que no tiene nada que perder. Me sorprende que los tiempos juntos no sólo no se pierdan sino que se pasen volando. Mientras descose el corset de las triviales etiquetas, yo puedo vestirme con los ropajes de todas mis personas. Y tampoco tengo nada que ganar. Perder y ganar son paradigmas del capitalismo, pienso al tiempo que advierto con resignada frustración que mi computadora es un objeto de consumo “necesario para estar a su lado”.
En ella todo es impredecible hasta para ella misma. Ni siquiera intenta llenar los puntos suspensivos.
Se apasiona con mi relato sobre el rodaje de mi película y me indaga sobre la próxima que tengo en edición, y con esa misma pasión charlamos sobre cineastas, escritores, artistas, obras de teatro y siempre, siempre de nuestros poetas preferidos.
Decido dejarme arrastrar con arrojo por mis interrogantes y me transporto a lo incognoscible y ¡que pase lo que pase! Y quizá, sea ahí donde nace la poesía, en ese abismo de lo inasequible. El vértigo de ese abismo me devora hasta hundirme encendido por el deseo de embriagarme de poesía.
¿Y si en lugar de poesía es puro verso?, me lo pregunto pero en el fondo, ¡me importa un carajo!
Mientras exista poesía, seguiré incólume, con mi verdad, la única que puede concebirse: no entender una mierda de qué la va todo esto pero disfrutarlo aunque a la vista de cualquier observador, pudiera resultar un absurdo. Saboreo cada palabra que sale de mi boca y de la suya, y las que no, y de las dos bocas juntas que, a la salida del bar y en un impulso repentino, se sellaron por un largo rato, etéreo y eterno oxímoron arrojado en plena calle de un barrio que hoy parece estar suspendido en el tiempo.
¡Y mi pija se vuelve a poner dura sólo con recordarlo!