
Estoy tentada de volver a escribir los nombres de la actriz y del director de ésta obra de teatro, poner un punto y dejar en blanco el resto de la nota. ¡Sería más que suficiente! María Onetto y Daniel Veronese: todo dicho. Otra de las extraordinarias obras de teatro que realizaron juntos (Los Corderos, Sonata de Otoño…) que conlleva un sello de garantía de calidad teatral.
Con esta obra, LA PERSONA DEPRIMIDA de Foster Wallace, su autor, quedan ennoblecidos con la actuación de María Onetto, quien está en el escenario absolutamente despojada de todo artilugio escénico, vestida de negro y sólo cuenta por toda escenografía con una silla y un escritorio blanco. Y por supuesto, su cuerpo, su alma y la mano mágica de Veronese. Onetto hace carnadura en cada una de las palabras punzantes, potentes y de una inmensa hondura psicológica del libro de David Foster Wallace. Daniel Veronese adaptó este libro que, tal como me comentó a la salida de la función, ya que no se trata de un texto para teatro, y él logró más que un monólogo, una clase de psicología (con una protagonista que nunca se sabe si está involucrada o habla de ella, pero en tercera persona), y que interpela a los espectadores en todo momento, sobre todo en el impactante final donde reina una excelsa teatralidad que deja a los espectadores en un silencio total. En ese reportaje luego del reestreno, estábamos ambos muy emocionados, y le formulé una pregunta retórica: ¿por qué elegiste a María Onetto para este papel? Y Veronese respondió lo que deseaba escuchar de boca del director: “María es la única que puede hacerlo, no creo que haya otra actriz que lo pueda interpretar”. Y coincido plenamente con esta afirmación certera. María se merece este reconocimiento, ya que además de actriz es psicóloga, lo que se refleja en la profundidad de sus composiciones (por algo estudio psicología, seguramente en estas elecciones, está la marca del deseo de explorar el Inconsciente, en este caso, de la persona deprimida).

Es una obra que nos perturba en tanto nos interroga en nuestro fuero interno, con una puesta en cuestionamiento donde nos sentimos inevitablemente implicados, o bien, del lado de quienes falsamente aparentan una “vida activa y vibrante” (por miedo al dolor y fundamentada en la búsqueda del placer y en la exigencia de mostrarse “felices” en las redes y en los medios, o sea en el espacio público, mientras que en la esfera privada el vacío los liquida) o para quienes – y más en medio de esta pandemia-, detectamos síntomas individuales de un sufrimiento que se privatiza, siendo más bien un sufrimiento social que la persona deprimida expone logrando erizar las fibras más sensibles de nuestro ser.
Freud trabajó arduamente sobre la melancolía y no sobre la depresión que sería más bien un efecto del malestar en la cultura actual. Hoy, tal como lo anticipó el genial Aldous Huxley, hay una imposición de la felicidad (disfrazada de placer y libertad) que tiene como condición la huida del dolor en una especie de inmersión a “una dictadura sin lágrimas”. El supuesto rescate del vacío existencial consecuente al neoliberalismo, se produce a fuerza del excesivo consumo de antidepresivos, ansiolíticos, información, adicción a la pornografía así como a la supuesta libertad sexual, a los aparatos tecnológicos, que no son más que dispositivos de evasión y de control social que exacerban el narcisismo apuntando al aislamiento social. ¿Cómo poder tolerar el casi deber de estar siempre “¡up! arriba y productivo” evitando cualquier indicio de tristeza?
Foster Wallace remarca en su texto cómo la psiquiatría está en connivencia con este sistema y nos narra de manera impecable los síntomas de la melancolía y de la depresión de aquellos que no pueden lograr esta adaptación al sistema, o mejor dicho, que no soportan la lógica del vacío y del sinsentido. El dolor de los duelos, la “hemorragia libidinal” eliminando todo deseo, captura la libido del sujeto y lo toma por objeto, y de allí la autorrefencia discursiva.
El duelo por la decadencia de la sacralizada institución familiar, el desidealización de las figuras parentales fracturadas en miserables riñas de poder, el padecimiento de traumas infantiles engendrando intenso sufrimiento y una infinita tristeza, más el bullying de aquellos que están adaptados «feliz-mente a este mundo feliz y espectacular”, se convierte en una angustia indecible. “La persona deprimida sufría una terrible e incesante angustia emocional, y la imposibilidad de compartir o manifestar esa angustia era en sí misma un componente de su angustia”. Aquí el autor nos marca la importancia de la puesta en palabras para que la angustia encuentre un canal y no se cristalice en un síntoma, pero en un mundo individualista, no existe un interlocutor válido que aloje esa angustia- Y ésta es una de las nefastas consecuencias del capitalismo arrasadora para el psiquismo.
En la escena infantil donde la persona deprimida está involucrada en el divorcio de los padres y padece “la furia envenenada” por tener pagar un tratamiento para ella, donde sus padres pelean por responsabilizarse de a quién le toca pagar (¿el tratamiento psicológico o quién paga los platos rotos?), pone en evidencia el imperio del Dios dinero por sobre el daño que causa a su hija hacerla sentir una carga para ambos al escuchar esta disputa. Padres que, alienados en la cuestión del poder, no llegan siquiera a percibir el impacto emocional que opera en su hija. Así lo dice Foster Wallace: “obtener pequeñas victorias mezquinas sobre el otro cónyuge era más importante para sus padres que su salud… constituyendo así una forma de negligencia y abandono paterno y materno”.
Estos conflictos infantiles dejaron huellas indelebles que la persona deprimida lleva a su psiquiatra, y a través de este relato de Foster Wallace, se cuestiona a la psiquiatría en sus métodos de abordar este padecimiento. “Su psiquiatra denominaba: Sistema de Apoyo de la Persona Deprimida SAPDE” (es muy tragicómico como pronuncia Onetto estas siglas con tono doctoral) al grupo de amigas que le brindaban un apoyo telefónico, y le recomendaba que se conecte con ellas como una prescripción, lo cual significaba derivar la transferencia con el terapeuta hacia un grupo que por cierto, no era un grupo terapéutico que podía contenerla. Si bien, siempre hablar con buenas personas que nos quieren de verdad puede resultar un bálsamo para el alma, en este caso, para la persona deprimida era volver a sentirse un fardo para el otro. “Disculpáme si te estoy resultando aburrida, o autocompasiva, o repelente, o si te estoy distrayendo de tu vida activa, vibrante, libre de angustia, ubicada a larga distancia…”. Así experimenta a su grupo de amigas: felices, y ella, al compararse (la cantidad de «me gusta» o de seguidores en las redes, incita a la comparación), se sentía la peor. Por otro lado, la persona deprimida es absolutamente consciente que repite el mismo discurso donde los traumas de la infancia se actualizan y que esa catarsis con sus amigas, la alivia momentáneamente sin frenar su angustia. “No puedo seguir culpando por mi constante e indescriptible angustia adulta al cinismo con que mis padres me utilizaban mientras cada uno de ellos fingía hipócritamente que se preocupaba por mí, más que el otro; estoy cansada de tener que hablar del «juego de las culpas», de evocar interminables recriminaciones y reproches que los dos intercambiaban a propósito de mí, conmigo en el medio, usando los sentimientos y las necesidades de una niña, como si fueran munición. Como si mis sentimientos y necesidades legítimas, fueran un campo de batalla, un teatro de conflictos para que cada uno de mis padres desplieguen en contra de su rival, una batalla plena de ese odio que se tenían mutuamente, en el que ambos invertían más interés y pasión y disponibilidad emocional, que amor mostrado hacia mí, de niña.” La persona deprimida sabe que por más que su grupo la apoye, la escuche una y otra vez, esos seres que se esfuerzan en parecer «vibrantes y activos», están carente de recursos para ayudarla, porque además, en una sociedad donde se teme sentir tristeza y dolor, ella se siente una carga tediosa para el otro, y al hablar y no sentirse escuchada porque el otro no está en condiciones siquiera de habitar su propia angustia, luego de colgar el teléfono, “se sentía todavía más aislada, inepta y despreciable que antes de llamar.” y aunque los otros tengan toda la buena voluntad, es verdaderamiento difícil para un grupo de amigas enfrentar la impotencia que produce la persona deprimida, ya que hay los traumas infantiles, solo el analista experimentado, está apto para escuchar y saber que entre ambos, y muchísima elaboración, se pueden reparar en transferencia.
La fuerte crítica a la psiquiatría y a algunos psiquiatras que aún sostienen que los psicofármacos curan y no que son paliativos (y no que sólo son necesarios para acompañar y alivianar un proceso terapéutico doloroso), y sobre todo, a los profesionales de la salud que, en aras de la neutralidad, no se implican, es muy perspicaz y de gran agudeza. Cuando dice que la psiquiatra consideraba este Sistema de Apoyo (SAPDE) como el “mejor remedio” para su depresión y que pertenecía a una escuela de psicoterapia que “rechazaba la relación de transferencia como recurso terapéutico”, no está hablando de una posición abstinente que nos permita pensar, sino de un rechazo del profesional a involucrarse como parte del proceso. Aunque la persona deprimida valore todo el esfuerzo de la psiquiatra por ayudarla con sus palabras “compasivas, pletóricas de sabiduría y apertura”, el tratamiento en esas condiciones, queda en connivencia con la privatización del sufrimiento.
La persona deprimida y Freud nos enseñan que tomar la transferencia como herramienta y el análisis de lo Inconsciente (lo que distingue al psicoanálisis de cualquier otro tipo de psicoterapia), es indispensable para que un tratamiento pueda llegar a buen puerto. En este punto me voy a centrar para dialogar con David Foster Wallace que hace un gran aporte al psicoanálisis con su obra y lo ubica como una teoría, una técnica, -y yo diría el arte de una experiencia singular- en tanto es un descubrimiento revolucionario que patea en permanencia el tablero de lo instituido socialmente. Justamente, lo que es notable de su obra, es que los progresos que señala la persona deprimida durante el tratamiento se dan en cuatro momentos claves y en base a la transferencia (lo que rechazaba la psiquiatra).
El primer momento crucial ocurrre cuando pudo decirle a su psiquiatra que le molestaba, no que mire el reloj, sino que disimulara en mirarlo “como si a ella, es decir a la persona deprimida, se la pudiera engañar mirando un reloj a escondidas.” Poder abrir en el espacio analítico la posibilidad de una palabra plena y libre, decir aquello que no pudo ser jamás escuchado, y corroborar que el analista y el espacio es un contenedor de la rabia (que obviamente no pasa por mirar el reloj sino por sentirse engañada y tomada por tonta), es un gran paso para salir de la depresión. El trabajo de reparación de ese pasado donde la furia de sus padres fue tragada sin lugar a poder expresar la propia, como si ella no existiera, se da en el campo transferencial, en vivo y en directo, cuando su furia si opuede ser escuchada por su terapeuta.
El segundo gran paso lo da cuando siente celos por verla abrazar a la paciente que le seguía, y descarga toda su cólera contra esa paciente en los oídos de su psiquiatra: “comemierda patética, despreciable, llorona, obsesionada consigo misma, de caderas anchas, boca de vaca, le dijo, de dientes repulsivos que esperaba tristemente ahí afuera leyendo una revista vieja, ajada, como ella, le dijo, como esa vaca, para luego poder entrar dando tumbos y aferrarse patéticamente a la psiquiatra durante una hora, desesperada, necesitada de que una persona mostrara algún interés personal por ella”. Aprender a escucharse, y poder introyectar lo proyectado, es posible si hay una escucha en transferencia.
El tercer momento importante del tratamiento, fue cuando pudo transferir a su psiquiatra el lugar de mierda en que la ponían sus padres con respecto a los gastos que debían compartir para su manutención. En la instancia donde puede hablar de los honorarios de la psiquiatra, ella se da cuenta que está identificada con los planteos de sus padres en estas “cuestiones de principios” donde lo que importa no es el otro como tal ni el vínculo sino la moneda de cambio objetivada en el dinero. La depresión es un efecto del capitalismo en tanto mercantiliza las relaciones humanas, -por eso es importante poner palabras a lo que significa simbolicamente el pago de las sesiones- provocando un enorme sufrimiento en la cosificación de los vínculos y esto no se puede, ni se debería patologizar. La denigración del dolor del otro, el “todo bien” (como si fuera posible que todo esté bien), hace que las personas oculten su malestar y se sientan excluidos de los grupos donde se milita el optimismo a ultranza, y donde se da prueba de esa militancia, burlándose de otros: “cuando veía grupos de gente riéndose tenía la impresión de que se estaban burlando de ella, que la estaban degradando sin que ella misma lo supiera”.
El vacío emocional que genera que todo en la vida se entronice alrededor del orden económico para ocultar los motivos inconscientes, se representa en el mediador que interviene en el divorcio de sus padres, y cuando dice que a él le pagan “cincuenta dólares por hora más gastos por colocarse en el medio y jugar el papel de intermediario y de absorbente de la mierda de ambas partes mientras que ella (es decir, la persona deprimida, de niña) se había visto obligada a llevar a cabo esencialmente los mismos servicios coprófagos cada día, gratis, a cambio de nada”.
El cuarto momento fundamental en que la persona deprimida logra un progreso, es cuando la psiquiatra le toma la mano y le sugiere que se exponga a la mirada de los otros sin más temor de ser juzgada. Tomarle la mano es metafóricamente aceptar que está deseando “darle una mano” y su sugerencia, es una invitación a que deje de avergonzarse de sí misma, y que deje de otrogarle el poder de ser calificada o que otro la defina, o la determine de por vida. En ese acto terapéutico, la psiquiatra la puede arropar con su mirada y con sus manos, y ella puede ir en busca de la amiga más afectuosa para preguntarle cómo la ve a ella.
La persona deprimida pone el acento más que en los aspectos profesionales, en la relación humana del particular vínculo terapéutico que es único porque es irrepetible, distinto con cada uno de los consultantes. Y dice algo que todos los profesionales de la salud deberíamos tener en cuenta, y es que relación profesional no es incompatible con “un cariño verdadero”. Y finalmente, como ya nos enseña Freud, es esa demanda de amor, (todo amor es amor de transferencia), lo que mása-precia de su tratamiento con su psiquiatra, justamente lo que no tiene precio: en “sus tres sesiones semanales podía hablar con total honestidad y franqueza acerca de sus sentimientos sin temor a que alguien se enojara con ella, la juzgara, se burlara de ella, la rechazara, la avergonzara o la abandonara.” ¿Y qué pasa del lado de la psiquiatra en esos tres años de tratamiento? Hay una respuesta en la obra a esta pregunta, y habrá que ir a verla para seguir pensando.
Foster Wallace y esta pieza teatral nos da una idea de cuán importante son los vínculos sanos para sostenernos (sobre todo en época de pandemia) así cómo aprender a detectar aquellas relaciones que nos pueden intoxicar, y pese a que el autor no logró salir de su estado de melancolía y depresión, y se suicidó, nos deja un legado para sentir que sí vale la pena vivir y hacer un trabajo interior, no sólo por uno mismo, sino para llegar a hacer entre todos una verdadera transformación social. En esto tenemos una gran responsabilidad los profesionales de la salud mental, asumir este rol en el que estamos convocados por el sufrimiento humano sin patologizar el atravesamiento de nuestro momento histórico-social que tiene a cosificar al ser humano. Es en este sentido que esta obra es una critíca y a la vez, una reivindicación al psicoanálisis y a su creador Sigmund Freud, en tanto, nos ha dado la herramienta fundamental para basar nuestra ética en la transferencia.