Fotos: Gustavo Gabotti.
Esta trilogía sobre los finales, significativamente, no tiene fin, en tanto no intenta concluir ni siquiera responder a las preguntas que abre sin cesar de que algo se terminó. Y pese a que la palabra fin remite a la muerte, no siempre los finales son trágicos, ni siempre el fin es el fin del mundo, aunque hablar del fin del arte, de la realidad y de la historia, resuene a algo que nos reenvía al desfallecimiento y la disolución de los pilares básicos de toda sociedad. Sin embargo, la obra de Rafael Spregelburd opera con un golpe muy fuerte pero desde otro lugar, nos enfrenta al fin, pero al fin de lo que categorizamos (o nos enseñaron a calificar) como EL arte, LA realidad y LA historia, y en ese sentido, es una obra que hace una ruptura de estos paradigmas de forma seca, dura y cruda, a todos quienes detentar el poder y por lo tanto, el saber sobre estos ejes fundamentales de toda sociedad.
No deja en pie a los estereotipados profesores universitarios de arte y de historia ni a los curadores y críticos de arte que están re-presentados de manera irónica y cómica, y no se priva de cachetear punzantemente además y en tono de comedia a los mercaderes del arte. Todo aquello que está instituido y legitimado, queda deconstruido y recuestionado, dejando al espectador con interrogantes – me atrevo a afirmar – acerca del sentido de la existencia misma, porque si el arte, la historia y la realidad no son lo que creemos que es, nuestra existencia tampoco. Este punto es, a mi gusto, el mayor acierto de esta obra que como todas las que tienen el sello Spregelburd, nos invita a pensar satirizando sobre lo aprendido y nos convoca a una búsqueda de la verdad donde nos invita a fabricar una subjetividad construída a partir de una puesta en cuestionamiento de lo que se nos ha impuesto como verdad.
Es una obra cuyas aristas filosóficas nos va sumergiendo en una experiencia teatral donde el guiño con el espectador está siempre presente (sobre todo para aquellos que lo seguimos a todas sus obras). Empezando por el arte, vemos a dos profesores debatir dialécticamente acerca de la pertinencia o no de tomar como material de cátedra el “Ecce Homo” de Cecilia Giménez, una aficionada a la pintura de un pueblo de Zaragoza que se hizo famosa por “restaurar” el rostro de Cristo con un resultado caricatural hace algunos años. Buen pretexto para pensar porqué la “obra no terminada” de Cecilia Giménez debería quedar excluida para los académicos del arte mientras que las obras como las de Wharol fueron legitimadas dentro del mundo del arte moderno. Y cómo, pese a todo, el mercado del arte se permite capturar a Giménez entronizándola como una mercancía más de la explotación consumista. La composición de estos dos profesores universitarios debatiendo este punto están magníficamente interpretados por Andrea Garrote y Rafael Spregelburd, desatando risas cómplices en el público.
El fin de la realidad gira en torno a una conferencia sobre un tema anodino, donde hay un grupo de traductores simultáneos, donde hay dos realidades paralelas en esta situación donde las lenguas se entremezclan: hay una borracha que canta como en otro mundo y otro personae que llama a su madre con el celular porque perdió sus llaves y quiere averiguar si su madre tiene una copia para entrar a su casa. Festín para cualquier psicoanalista. El canto como otro lenguaje y la lengua materna como la llave para re-presentar aquello que nos falta, una llave que nos deja también en falta ya que la palabra puede matar aquello que sólo una imagen puede expresar mejor. “Somos unos pobres seres atravesados de lenguaje”, dice en la obra uno de los protagonistas, y aprendemos a estructurar nuestro Inconsciente como un lenguaje. La madre (o sustituto) es quien vehiculiza el lenguaje desde que nacemos. Lo que nos deja consternados, es que esta escena se puede interpretar que si bien necesitamos de la palabra para el armado del trabajo de pensamiento, el lenguaje puede tornarse encierro y limitación: alienación al discurso de otro (Piera Aulagnier), ya sea al discurso de una madre, un padre, un jefe, una pareja o un político. Las palabras creas realidades, nominas, y a partir de allí, cada cultura condiciona nuestro psiquismo y amasa nuestra subjetividad. La construcción de la realidad psíquica está determinada por la historia individual de cada sujeto pero también por la cultura en la que estamos insertos desde nuestro nacimiento, donde el grupo social, desde su célula más pequeña, la familia, nos constituye como seres humanos. Ese grupo de traductores, palabra que proviene de “tradutore” (traidor) despliega un concierto de voces y de posibles interpretaciones de aquello que se escucha. Lacan decía algo así como que uno puede saber lo que dice, pero nunca lo que el otro puede interpretar (yo me permito agregarle a la frase de Lacan, que muchas veces uno no sabe bien lo que dice ni siquiera lo que quiso decir, de allí los actos fallidos que delatan ese no saber consciente). Es en este sentido que las obras de Spregelburd, nos incita a realizar múltiples interpretaciones y de allí radica su riqueza artística, siendo una muestra ejemplar de que el arte teatral puede abrevar de diferentes fuentes y lenguajes escénicos para poner en cuestión todo aquello que matriza nuestra subjetividad.
El fin de la historia nos muestra una escena de un ensayo de una obra clásica de un grupo de actores aficionados, hasta que el teatro está en riesgo de incendiarse. Tuvimos casos reales en nuestro país este tipo de incendios y de reparaciones de teatros que duran años cerrados por este motivo. Esta es otra buena excusa de Spregelburd para ironizar sobre las cenizas que se esparcen del arte cuando, en esta era del consumo, la cultura pasa a ser manejada por políticos que pueden llegar a transformar un teatro en un shopping. ¡Otro golpe de gracia al capitalismo y al neoliberalismo imperante!
Este tipo de teatro nos invita a repensarnos y a reinventarnos, ya que Spregelburd es un autor innovador y muy cultivado que se nutre de diferentes pensadores como historiadores del arte, de la cultura, de la literatura y la filosofía, y nos baja línea para cuestionarnos a nosotros mismos y a la sociedad que supimos conseguir. Con un humor irónico, por momentos ácido, en tono de comedia y de tragedia, mostrando las dos caras de una misma moneda – donde se destaca Lalo Rotavería – logra que nos vayamos reflexionando sin que sea necesario racionalizar o tener un saber previo sobre estos tópicos, sino haciéndolo jugar (o casi como un juego sin que los espectadores tengan que estar a la altura de su intelecto) con una original y creativa teatralidad que al mismo tiempo nos tiene atrapados y nos entretiene.
Esta obra es un modelo de teatro contemporáneo en tanto y en cuanto tiene como denominador común tres finales que hacen ruptura de los límites que se supone pertenecen al “género teatral”. Spregelburd logra hacer un teatro donde ensambla de manera exquisita distintas disciplinas del arte: proyección de videos, danza, canto, aquí Isol Misenta y Cecilia Arrelano se destacan con su voz maravillosa con música de Pergolesi, Vivaldi, Purcell y Corelli y con una orquesta de músicos en vivo exquisita. Un producto de una teatralidad esplendorosa ya que en esa frontera entre lo que se categoriza como arte y, como bien dice Spregelburd en su obra, en ese hueco, es desde donde surge un “deseo hermoso”. Ese deseo que nos hace ir a ver sus obras con un placer inmenso, nace de esa brecha entre lo instituido y lo instituyente al decir de los filósofos. El teatro de Spregelbrud es un dispositivo de poder, de un poder transversal, reticular, el que inserta e instala otras prácticas sociales dentro del poder hegemónico, y es allí que hay un deseo bello que se escapa de lo establecido dando lugar a la creación de algo nuevo. Spregelburd lo logra cautivando a su público y es sin lugar a dudas, la avant-garde teatral en todas sus dimensiones: en su calidad de dramaturgo por su asombrosa inteligencia emocional, actor de una magnífica versatilidad que puede hacernos reír y hasta llorar, sólo con la utilización de un silencio o con su profunda mirada, y además, un director de teatro que hace que todos sus actores brillen en una polifonía de voces disparando en el público intensas emociones y agudas reflexiones.