Muy al estilo de El amante, Marguerite Duras nos cuenta la vida en Indochina de «la madre» ( no sabremos nunca su nombre), Suzanne y Joseph, de los sueños truncos, de las esperanzas que no se resignan a perderse, como los arrozales, por las crecidas del Pacífico. La madre quiere que su hija se case con el acaudalado Jo, para poder construir un dique que contenga las aguas del Pacífico, y así salir de la pobreza. La selva, la miseria, el deseo irrefrenable de salir, de vencer al poder de los dueños de las colonias, naturalizan un escenario en el que la muerte de los niños, su desnudez, su hambre, producen agobio y a la vez sacan a la luz lo mejor y lo peor de cada uno. Así, la soledad va de la mano de la codicia, y el amor, junto al desamor.
El amor que plantea Marguerite Duras nunca es puro, y tiene la particularidad, a mí criterio, de » ir siendo a pura sensación», como el calor, el olor y la humedad de la selva misma. En esta novela prima el complejo amor de esta familia y la enorme necesidad de huir, porque nada es posible sin libertad. Y sin libertad, no hay amor; el amor, cansado, harto, enfurecido, violento, tal vez, se parezca mucho a cierto desamparo que, en este relato, sobrevuela, como las aves de rapiña, por entre los restos de humanidad que Suzanne, Joseph y la madre, van encendiendo en cada página.