En tiempos es que estamos alejados unos de otros y de la libertad de salir, me pareció conveniente evocar los bares, las salidas, los encuentros, la comunicación, el acercamiento, el contacto estrecho y así la literatura puede traernos al alma la libertad que nuestros cuerpos ansían.
La ve. Se ven. El bar que los rodea comienza a perder importancia, o quizás incluso sustancia. Palabras desde la sonrisa que brotan entre botellas y flotan en una mesa insustancial. El súbito encontrarse de dos bocas, una tibia colisión conectora, que los une en una sola danza de terciopelos y de sedas, entre luminarias y plaza lejana, pero todavía ahora, todavía aquí. Hasta que las caricias modifican la textura de la piel, la disposición de cada uno de los músculos; y sus movimientos, en rítmica rima, ya meciendo sentires, meciendo soñares, ya dos seres que tan uno solo. Entonces, todo es alcoba difusa, entre luces parciales, esquivas y sus embestidas, como olas de un poderoso mar encausadas hacia un solo punto, allá en todo el centro de su cuerpo de mujer, que ahora experimenta la tensión de su espina dorsal, en el breve culminar de algo que ya empieza, y cada gota de su cuerpo acaricia el de él, quien ya no tiene piel sino junto a la suya. Y existe, entonces, un minuto. Uno solo en que todo se detiene y sus cuerpos se pegan, se friccionan y se mezclan como dos gotas salivadas de la sábana que cobija su unión, en el súbito retorcerse de una de sus arrugas, viciadas ya de amar. Las gotas caen juntas soñando que flotan y que son una sola. Entonces, el estallido final que las cristaliza en ese repentino multiplicarse en cien y mil brillos contra el suelo. Luego sólo una fina capa sobre la superficie y el cielo, reflejado en su sonrisa de respiración desordenada, de cabellera revuelta, de agitado pecho de redondas lunas.