Dr. Ezequiel Achilli – Responsable de Columna Psicología de El Inconsciente
Algo llega al mundo y choca con su voz. Una voz que surge del vacío mismo permitiéndole entrar gritando y con la mirada perdida a una nueva forma de vivir más allá de su biología hasta ser alguien.
La brecha entre el cuerpo biológico y el cuerpo social es ocupada por la voz a través del primer grito. Un grito que busca desesperadamente una respuesta de quien pueda responder. Un grito que es significado por otro como llamada, que se hace oír cuando el objeto no está, cuando no puede ser ni escuchado ni mirado. Se instalan así la decepción y el deseo que ocupa el centro de todas las faltas. Falta de ser que hace que el ser exista.
El arte, aquello de lo que no podemos desprendernos, nos conduce ahora a la obra que inmortaliza al noruego Edvard Munch (1863-1944) y al expresionismo mismo, en tanto búsqueda del puente entre lo que se escucha y lo que no y también lo visible e invisible. Una imagen mil veces robada. Un grito (1893) desesperado, en una atmósfera caótica donde se ven hasta las ondas sonoras. Una mirada vacía y el silencio de la voz de un protagonista sin sexo ni edad, reflejo del desamparo, la desesperación y la soledad que lo recorta y arranca de la obra, permitiéndonos aproximarnos, un poco quizás, a ese sombrío momento del nacimiento; el momento del primer grito.
“…el nacimiento no es vivenciado subjetivamente como una separación de la madre, pues ésta es ignorada como objeto por el feto enteramente narcisista”. (Freud 1926, p. 124)
Luego sí, el objeto de deseo es la “madre” (el primer otro) hasta que la función paterna instaure la ley que limita los exceso de la madre, imponiendo un orden que crea al pensamiento y obliga al sujeto a vivir en la cultura.
Desde que el niño nace es bañado con palabras y se organiza mediante la necesidad de articular y modelar su voz, ese primer grito y los sucesivos, en un nuevo orden a partir del don (de la palabra) Aunque virtualmente, los gritos ya están organizados en un sistema simbólico (Lacan, J. 1956 p. 191), es necesaria la entrada en escena de la frustración, como negación del don de amor (de la madre). Así, la madre implementará un estilo propio y subjetivo de cuidados, atravesada por sus instintos y los fantasmas que la acompañan. Si bien Freud no habla de frustración, sino de versagung: denuncia, promesa y ruptura de una promesa; para Lacan, ésta ocupa un lugar importante en la teoría como núcleo de las primeras relaciones. El don, que surge de un más allá de la relación de objeto, tiene un destino acabado; Debe ser anulado, y aparecer luego como signo de amor para que retorne como llamada permitiendo así el ingreso de quien pueda responder.
El Grito de Munch se adelanta al existencialismo reflejando el desamparo del hombre; “La enfermedad, la locura y la muerte eran los ángeles negros que vigilaban mi cuna”, dice Munch. En el cuadro, el personaje se aleja de las dos pequeñas, indiferentes y mudas figuras que si bien observan, están apenas comprometidas con el sufrimiento del que grita. Si Munch es cuidado por estos ángeles negros; enfermedad, locura y muerte, tiene sentido que se aleje de ellas ¿No podría ser acaso esta pintura, una imagen especular del relato de Munch? Es el personaje quien parecería alejarse. Esto nos invita a pensar en el don que se manifiesta al llamar al objeto que está para ser rechazado. Las dos personas del fondo de la pintura que en el relato, como veremos, se encuentran adelante.
“La llamada ya exige enfrentarse con su opuesto. Llamar lo localiza… […] La llamada es ya una introducción a la palabra completamente comprendida en el orden simbólico”. (Lacan, J. 1956, p. 184). Así, se instala un primer juego donde la voz se vuelve demanda, un pedido dirigido a alguien que escucha pero frustra.
La voz junto con la mirada, una mirada que no tiene que ver con los globos oculares, ya que en la pintura no existen sino como cavidad, evanescentes ambas, son los objetos que llaman a la angustia. Este objeto, que bordea el hueco, es el objeto perdido pero jamás tenido, faltante, y alrededor del cual gira el instinto.
En el cuadro, el grito es escuchado en su silencio. Un grito difícil de oír, sosegado, pero que silencioso o no sigue siendo demanda y aparece entre el sujeto y el otro, imponiéndolo, para que los instintos, los fantasmas y hasta el mismo deseo del primer otro, vayan constituyendo al sujeto de lo inconsciente.
Freud (1896) describe cómo este grito es percibido y se inscribe, en una primera huella mnémica, con base en el desamparo, fundando al Nebenmensch (semejante) y al armado de una vida psíquica (aparato y pensamiento). El semejante, que es “simultáneamente el primer objeto-satisfacción y el primer objeto hostil, así como el único poder auxiliador” (Freud, S., 1895, p. 376), cumple su rol a partir del desamparo que se le otorga. “…el espasmo del llanto, todo ello cuenta con el otro, pero las más de las veces con aquel otro prehistórico inolvidable a quien ninguno posterior iguala ya”.
Munch no habla una voz o una mirada que les es propia, así como el loco Schreber tampoco sentía propio su llamado, sino como proveniente de la naturaleza. “Este último (Schreber) sabe bien que son ruidos reales, dice Lacan (1956, p. 202), que suele escuchar a su alrededor, pero tiene la convicción de que no se producen en ese momento por azar, sino para él”, de la misma manera que Munch le atribuye a la inmensa naturaleza esa cualidad: “Caminaba yo con dos amigos por la carretera, entonces se puso el sol; de repente, el cielo se volvió rojo como la sangre. Me detuve, me apoyé en la valla, indeciblemente cansado. Lenguas de fuego y sangre se extendían sobre el fiordo negro azulado. Mis amigos (dos de ellos; dos ángeles negros) siguieron caminando, mientras yo me quedaba atrás temblando de miedo, y sentí el grito enorme, infinito, de la naturaleza.” Así comenta aquello que lo llevó a pintar la primera de las versiones. ¿Será Munch el tercero de esos ángeles que rodean a esta nueva pero igualmente temida cuna?
Le sugirieron cambiar el nombre de su cuadro por el impacto que causó. Una opción fue “el feto paseandero”, y realmente creo que esa cara limpia se asemeja a la de un feto, lo cual me lleva a pensar otro punto; El punto de corte, el pasaje de feto a recién nacido. El corte del cordón umbilical, y la cicatriz que este deja, que esculpe en el centro del niño, para toda la vida, un cierre, la marca del deseo (de que viva) separado de la madre. Ese instante se relaciona con la apertura de la boca y la respiración que impulsan la inscripción de la voz a través del primer grito. “Es él (capturado por los significantes del lenguaje), en cuanto sujeto, el que la voz que emana del silencio de su cuerpo hace oír”. (Vasse, D. 2001, p. 21.) El sujeto está ahora inmerso en el cuerpo del lenguaje, a partir de la voz que ocupa la brecha, en ese espacio, emitido por el niño y escuchado por los padres, disminuye la tensión en estos últimos al escuchar la voz que remite al deseo del niño y al corte con el “cuerpo del deseo” de los padres.
Para pensar el Edipo, es preciso también pensar la función de señuelo que le permite al pequeño mostrarse no sólo a la madre sino también a sí mismo. Aquí, es donde cobra toda la importancia la mirada y la imagen.
Para D. Winnicott (1971, p147-9) el precursor del espejo, en el desarrollo emocional, “es el rostro de la madre”. El niño se mira a través la madre “y lo que ella parece se relaciona con lo que ve en él”. En la identificación, con lo que supone que es el deseo de la madre, hay un proceso de armado del yo. Luego, “…a medida que el niño adquiere un mejor dominio de su cuerpo y del lenguaje, por asunción de su imagen especular y su ingreso en la palabra, las identificaciones cambian de registro; La identificación con el objeto (a) tiende a borrarse, ingresa en la problemática edípica y el trazo unario se vuelve entonces una referencia identificatoria esencial”. (Cordié, A., 1987, p. 93) Pero es la ley que empuja al superyó permitiendo al sujeto la entrada a la comunidad de los hombres donde también se destaca la participación del ideal del yo.
En el contexto de la comunidad y lo social, la pintura en Munch, parecería ser un medio para denunciar las desigualdades de una revolución industrial que impartía injusticias; “Lo que está arruinando el arte moderno es el comercio… Ya no se pinta por el deseo de pintar” (Bischoff, U., 1994). El objeto de consumo parecería ganar espacio a la sublimación. No es de extrañar entonces que aquello que es sentido como propio se perciba perdido cuando no está, cuando se encuentra alrededor de ese gran agujero y no dentro de éste, donde sólo existe vacío. El objeto como imagen tiene la función de obturar la falta. Esto quizás nos permita pensar a los objetos en la cultura consumista actual donde hasta el amor es objeto de consumo, y a la que el propio Munch hace referencia insistentemente. Una cultura atravesada por una búsqueda eterna de lo que obtura, en un intento de encontrar un imposible; la satisfacción. El sujeto se frustra, cree tener derecho a algo que no le dan. Es ésta la génesis de la tendencia antisocial para D. Winnicott; El ladrón, “…cuando roba no lo hace porque desea las cosas que roba, sino que está buscando algo a lo que tiene derecho. Y que está reclamando a su padre y a su madre porque siente que se le priva de su amor” (1956, p. 406) Se trata de encontrar una madre, por ejemplo, de la cual se tiene derecho ya que, desde el punto de vista del sujeto, fue él quien la creó.
Entiendo que en la sociedad no se encontrará una satisfacción total, ni instintiva ni de lo que faltó, quedando quien la integra en posición de objeto frente a un espejo roto donde la subjetividad carece de reflejo y la necesidad de un semejante se pide a gritos y se busca con la mirada. “El prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión,… […] a partir de esta hostilidad primaria y reciproca de los seres humanos, la sociedad culta se encuentra bajo una permanente amenaza de disolución”. (Freud, S., 1930, pp. 108/9) La única forma de defenderse aquí, quizás sea el negativismo bajo el signo de la nada. Un negativismo que se escapa de la boca de Munch y en los ojos de su personaje; “La insistencia en la armonía y la belleza en el arte es una renuncia al ser honrado; sería falso mirar únicamente el lado agradable de la vida”. Esta es una realidad diferente, que suple la falta de sentido de una experiencia vivida, expresada por Munch de la siguiente forma; “Pintaba de memoria las líneas y colores que afectaban a mi ojo interno, sin los detalles que ya no estaban ante mí. Pintaba las expresiones de mi infancia, los colores apagados de un día olvidado”. ¿No podrían ser acaso esos colores apagados, imágenes encendidas como representantes representativos del instinto? ¿No estaría hablando de esa primera huella, apoyada en el desamparo, que nos menciona Freud en “El proyecto…”?
Viene ese algo al mundo y su cuerpo pasa rápidamente a ser capturado por el lenguaje y el deseo va naciendo en la medida que pasa a ser alguien que podrá hablar y mirar, entrando a la simbolización y a socializarse; a vivir “sujeto” a normas en una comunidad. Pero antes debe existir la demanda. Así la llamada es entonces fundadora del orden simbólico pero luego de repudiar lo llamado, por lo que se produce una decepción penetrando el objeto como deseo de lo imposible y el sujeto en la dimensión de lo prohibido.
Bibliografía
“…el nacimiento no es vivenciado subjetivamente como una separación de la madre, pues ésta es ignorada como objeto por el feto enteramente narcisista”. grandioso pensar, un saludo.
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