Cuando terminé de cebar el mate, me di cuenta de que era inútil continuar desestimándolo: un diminuto gorrión me estaba llamando desde la parra. Pio, pio y más pio, gritaba el gorrión posado en una ramita, con la cola sobre un racimo de uvas aún verdes. Pio, pio, pio, repetía con intensidad, seguido de otro cuarteto de pios más. Lo observé y dejó de piar. El celeste del cielo empujaba y arrinconaba al naranja, pero nada al lado allí, solo aquí, sobre la parra. Volví mi mirada al gorrión y tomé un sorbo de mate. El pequeño plumífero empezó a piar nuevamente, pero esta vez de forma menos frenética, marcando un ritmo, estirando a veces la vocal «I» y otras veces la «O», a la vez que sacudía cada tanto las alas. Terminé el mate en el segundo sorbo y tomé la pava para cebarme otro, pero un aleteo y la caída de algunas hojas hicieron que volviera la vista hacia el gorrión: ya no estaba.
Recorrí la parra con la mirada, con cierta congoja por la ausencia del simpático animalito.
—Acá estoy.
Definitivamente, allí estaba, a mi lado, en el banco del patio. Miré a mi alrededor, atónito, buscando a alguien, pero no. El plumífero sacudió un poco sus delicadas alas y se acercó aún más.
—Mate.
Lo miré y le respondí:
—Los pájaros no pueden tomar mate. ¿Cómo te pensás que vas a hacer para chupar la bombilla? Te voy a traer agua.
Asumí que mis movimientos iban a alejar al gorrión, de modo que bien despacito, y sin dejar de mirarlo, me levanté, busqué agua y se la dejé a los pies, sobre el banco. El gorrión, algo fastidioso, repitió pio, pio, pio, pio-pio, y aleteó al finalizar. Lo observé con detenimiento, sin comprender completamente la situación. Termo en mano, levanté el mate, lo cebé, y acerqué la bombilla a la boca, pero de nuevo el gorrión:
—Mate.
—Está bien, ahora sí entendí.
Extendí el mate hacia el gorrión y lo mantuve firme. Me miró y luego, de manera muy elegante, voló hasta el borde del mate. Hundió el pico en la yerba húmeda repetidamente, me dijo «gracias», y voló con la misma elegancia con la que llegó, hacia el naranja, que ya perdía terreno, notablemente abrumado por el celeste oscuro.